LA CARTA del Rey parece un mensaje de Navidad, sólo que a destiempo y sin la entradilla del orgullo y la satisfacción. Por eso ha enojado a los tertulianos de mediodía que entienden que sólo en Nochebuena tiene el Rey derecho a pretenderse sujeto declarativo. El resto del año no puede hablar, pero tampoco cazar elefantes, por lo que al hombre le queda un espacio vital de escasas posibilidades. Sorprende la altanería con la que prohiben al jefe de Estado expresarse, por tratarse, éste, de un país en el que cualquier energúmeno tiene una enorme conciencia de su propia importancia y de la trascendencia de lo que se dispone a decir. «¡Yo te he dejado hablar, ahora me toca a mí!» es la frase más escuchada un día cualquiera en la España del siglo XXI, a poco que se mantengan abiertas las ventanas del patio interior.
En cuanto a la persecución de quimeras, es decir, a la Algarabía, es adecuado que el Rey se haya expresado por escrito. Incluso usando obviedades y giros tan rancios como el de los galgos y podencos, que suenan a conversación de boticario en un casino provincial. De no existir la carta, el nacionalismo catalán, tan susceptible, tan pendiente de nutrir siempre el victimismo, podría haberse descolgado con que la respuesta del Rey a la Manifestación fue convocar a las cámaras para que lo grabaran mientras pilotaba un helicóptero militar, como insinuando que voy, y sin quitarme el blazer. Cometido por el Rey el delito de portación de una opinión propia, en el que nunca faltará un tonto que señale un golpismo acechante, lo que muchos tendrán que digerir es el asombroso descubrimiento de que los reyes de España no acostumbran a ser independentistas catalanes. Al contrario: tienen el capricho de mantener unida la nación cuya jefatura ostentan, aunque sea Sánchez Gordillo quien vaya a arreglarlo todo, y en ese sentido estamos todos muy tranquilos.
Hay en la carta un argumento de fondo que me hace percibir al Rey en una insalvable distancia generacional: la Transición como fórmula magistral, como abracadabra para cualquier problema español. El Rey permanece aferrado a ese mito, como los escritores y los políticos de su edad. Pero el tiempo, las percepciones nuevas y hasta el revisionismo de Zapatero lo desgastaron tanto que España anduvo buscando en los liberales de Cádiz un nuevo prestigio genealógico. El Rey es de cuando entonces, que diría Umbral.