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Hogar agridulce hogar

La obligación de dar de alta al servicio doméstico dignifica el sector pero retraerá a empleadores y empobrecerá a miles de 'sin papeles'

Mariela, una inmigrante que lleva cinco años trabajando en casas españolas, en la ONG Pueblos Unidos. / A. DI LOLLI

Sonia es cubana, tiene el pelo blanco y el acento triste porque su señora le dice que le va a mantener el sueldo de 500 euros por sus 26 noches al mes, pero que los 180 que faltarán a partir de ahora para darle de alta se los pague ella. Mariela es colombiana y lleva cinco años en casas españolas, pero hace dos meses que no tiene techo ajeno bajo el que trabajar porque «ahora exigen a los empleadores que tenga papeles y a mí no me dan papeles si no tengo trabajo».

La palabra mágica es ahora. Y ahora es el 1 de julio, el día en que España cambiará la historia de sus empleadas y empleados del hogar, más de 700.000 personas con apellido legal o ilegal. Ese domingo, tan laborable para las internas, nace el decreto que concreta la inclusión en el Régimen General de la Seguridad Social de un sector vinculado toda la vida a la economía sumergida. Ninguna mujer (el 91% del empleo del hogar es femenino), ni hombre (el 9%) podrá limpiar, planchar, cocinar o cuidar a terceros en casa de otros si no figura en la Seguridad Social.

La letra de la ley es impecable y dignifica las condiciones de trabajo de unas mujeres abocadas a la esclavitud en la impunidad de muchos salones y cocinas. A las internas les asegura el cobro de todas las horas trabajadas. A las externas también, porque hasta ahora si eran menos de 20 horas semanales no había obligación de darles de alta. Y a todas les asegura vacaciones y un sueldo al menos igual al salario mínimo interprofesional. Los analistas dicen que es una «protección equilibrada» para los intereses de las partes, una suerte de abrigo laboral para la empleada y legal para la empleadora.

Pero la regularización forzosa dejará a muchas sin papeles fuera de casa, una bolsa incalculada de mujeres invisibles. En un texto reciente, hasta la Agencia Europea de Derechos Fundamentales ha pedido a los países un marco legal para todos los trabajadores domésticos «que incluya a aquellos en situación irregular».

Lo resume María Alexandra Vásquez, abogada de Pueblos Unidos: «Para trabajar te exigen papeles y para tener papeles te exigen trabajar. La crisis hará que muchas familias no contraten a nadie, porque les saldrá más caro que ahora. La nueva ley impide que las empleadas se den de alta como autónomas. El resultado será un aumento de la miseria, un efecto excluyente en un colectivo triplemente discriminado: por raza, nacionalidad y género».

El problema no sólo invadirá a las sin papeles. Es también cuestión de bolsillo, de las apreturas de la clase media. Verónica es una peruana con residencia de larga duración, que siempre ha trabajado en casas españolas como discontinua. Hasta ahora ella pagaba su propia Seguridad Social, pero la nueva regulación le impedirá seguir siendo autónoma, por lo que su vida laboral dependerá de sus empleadores. Y ellos ya han hablado: no le darán de alta. Así, ya no podrá cotizar. Y quien no cotice no tendrá tarjeta sanitaria si tiene más de 26 años, como dice la biología de Verónica.

Los agujeros negros de la ley en ciernes viven en la experiencia de la doctora en Sociología de la Universidad de La Coruña Raquel Martínez Buján. Ella aplaude aspectos de la nueva legislación pero critica otros. Por ejemplo, que no reconocerá la cobertura del desempleo, como al resto de trabajadores, y que mantendrá salarios bajos (5,22 euros por hora). Miembro de Esomi, un colectivo de sociólogos que estudia las migraciones, Buján objeta que el decreto no marca categorías según las tareas del trabajador. «No es lo mismo limpiar que cuidar. La formación y el tipo de tareas son diferentes».

María Alexandra Vásquez sabe que llega una realidad llena de matices, una ley buena con algunas consecuencias malas. ¿Solución? «Que la regularización no dependa del contrato de trabajo, sino del arraigo. La solución no está en esta ley, sino en el cambio de la de Extranjería».

Mariela trae el brazo en cabestrillo pero la cabeza intacta y empoderada. Gasta algunas horas libres en Sedoac, un colectivo de personas del servicio doméstico que hurga en las leyes para ver si las cosas mejoran. Pero tuerce el gesto. «La nueva ley es irreal. El empleador no tendrá cómo pagarnos. Trabajaremos 14 horas, no tendremos prestación por desempleo y no podremos ser autónomas. Dependeremos de otros que no pueden o no quieren».

Y ella, con sus estudios de contabilidad, su inglés y su formación en educación ambiental, con su cuaderno de conciencia de clase y con su brazo quieto, se seguirá levantando al amanecer para ir de parroquia en parroquia trabajándose otro hogar.