Mañana, 3 de mayo, en conmemoración de la Declaración de Windhoek suscrita en 1991 por los periodistas africanos, se celebra el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Se celebra -es un decir- mientras se entierra a otra valiente e indefensa periodista mexicana asesinada por los hampones sobre los que informaba, y mientras en todo el mundo se preparan las exequias del periodismo, cuya defunción se presupone una vez hayan desaparecido los medios informativos, engullidos por la crisis económica y publicitaria que ha venido a completar la crisis del modelo, que internet ha precipitado.
Que estamos hechos unos zorros, vaya.
La insostenibilidad de la situación económica de muchos medios viene a añadirse así a los dictadores birmanos, los espadones venezolanos y los asesinos mexicanos en la lista de las amenazas a la libertad de prensa, que, como solía recordar Michel de Saint-Pierre, veterano director de la Federación Internacional de Editores de Periódicos, «es la libertad de los ciudadanos», una libertad que ejercen privilegiadamente unos pocos profesionales de la información pero que beneficia a toda la sociedad democrática, permitiéndole conocer las verdades de los Rubalcaba o los Urdangarín de turno y formarse así sus opiniones antes de ejercer ese derecho fundamental: el voto.
No es un problema de EL MUNDO o de ABC o de El País: es una crisis de mutación universal, y basta ver con cuánto sufrimiento la encara el periódico por excelencia, The New York Times, reduciendo traumáticamente personal, instando a veteranos como el gran columnista deportivo George Vecsey a jubilarse y luego regresar como colaboradores con una retribución drásticamente recortada. De hecho, la rebaja de sueldos se ha convertido en leitmotiv ahora que, en plena autoanestesia y en medio de una crisis económica galopante, las sociedades occidentales parecen negarse a pagar por la información y los anunciantes pierden la fe en los medios impresos.
No hay una respuesta unívoca a este tránsito imparable: ni se puede soslayar la urgencia de los parches económicos, muy dolorosos pero sin los que se morirá el enfermo, ni los financieros con sus tijeras detentan la respuesta de futuro, ni se puede minimizar el deterioro del producto periodístico nacido del propio abaratamiento y achabacanamiento de los contenidos nacidos del ansia de asegurarse audiencias millonarias en internet, ni basta con proclamar que con «más periodismo» se encuentra la salida. Las culpas están repartidas, y a veces no hay ni culpa. Eso sí: llama la atención lo poco que las empresas periodísticas cuentan, para pergeñar soluciones, con la opinión de sus propios profesionales más versados en el nuevo entorno.