Rebelde torería

Merodeaba por allí, por Benalmádena, de noche en noche, a modo de despedida de verano a finales de junio de 1989. No habría más playa en el ferragosto de Plasencia a las órdenes del sargento Miranda. El cartel del adiós de Juanito en La Rosaleda fue un reclamo. A mitad de la pachanga se paró el partido y saltó al ruedo rectangular Curro Romero para cortarle la coleta. Los dos ídolos de la infancia se alinearon como una constelación. El Frente Boquerón bramaba. Aquellas almas hermanadas y toreras despidiéndose apuntillaban sin saberlo una etapa gloriosa de nuestras vidas.

En 1977, Juan Gómez aterrizaba en el Madrid como jugador mientras uno tomaba antigüedad de socio. Su rebelde torería traería de cabeza al club. Juanito necesitaba matar su afición más allá de las conversaciones y más abajo de los tendidos. En un tentadero, en una capea o incluso en festivales, a hombros de Antonio José Galán. El código interno del club lo penalizaba. Un día, asumida la multa, una de ellas, cuenta la leyenda que subió al autobús del equipo con una cinta de vídeo en la mano: «Señores, yo ya he pagado. Ahora vais a ver cómo se torea».

En la esquina del Bernabéu, siglos antes de comercializarse, había una piscina sombría para los socios. Juanito, junto al quiosco de avituallamiento, le daba al burle, con José Antonio Camacho de inseparable compañero. El Genio y La Furia hablaban de toros entre mano y mano. Juan, partidario de los toreros de arte; Camacho, defensor de Dámaso. No podía ser de otra forma. Cualquier ocasión de charla taurina no pasaba de largo. Una noche de regreso en coche-cama de RENFE, tras un encuentro en el angosto y viejo campo de Atocha, en un pasillo hilvanamos la hebra, el hilo del toreo. El viejo Zabala, Valdano y Solana en tertulia. Soñaba con la Puerta Grande de Madrid y la del Príncipe de Sevilla, y terminó reapareciendo en el albero de Los Boliches.