El corazón hecho un siete

Juanito se escapa de Goicoechea y de Miguel de Andrés en un partido contra el Athletic en el Bernabéu el 14 de septiembre de 1980. / MARCA

Cuando yo era niño, tener un balón Tango constituía una legitimación jerárquica. Permitía decidir, en el barrio, quién jugaba y quién no, quién se iba a penar de portero, e incluso cuándo terminaba el partido y debía dispersarse la pandilla. Mi Tango me lo compraron una Navidad o un cumpleaños, no me acuerdo, en una tienda de deportes cercana a Goya. Después de que pagara, el dependiente preguntó a mi padre: «¿Quiere que se lo firme Juan, que hoy ha venido?».

-¿Y ese Juan quién es para andar firmando el balón de mi hijo?

-Espere un momento... ¡Juan!

Y el Juan que salió de la trastienda, con una sonrisa colgada todavía de la boca, era Juanito, que firmó el balón, estrechó manos y salió a la calle con ese aire suyo de truhán, como de cuarto miembro de Los Chunguitos, ya que George Best era el quinto Beatle. Por no borrar el autógrafo, jamás usé el balón, preferí seguir abocado a la subordinación de quien a veces ha de jugar de portero, o no jugar, como no fuera encontrando a otro para no deshacer la paridad. Mi Tango sólo lo veían quienes subían a casa.

En aquel tiempo, tan distinto en eso al actual, era fácil encontrarse con los jugadores del Real Madrid en una marisquería de Doctor Fleming, Txangurro, que hasta no hace mucho frecuentaba el mismo Di Stéfano, cuya casa está a una manzana de distancia. En una urna, había una fotografía dedicada de Pelé, una cesta de pelota vasca y un balón antiguo, de los de costura. Los días de partido, de ahí se salía caminando hacia el estadio, con una bolsa llena de bocadillos, con una bota de vino para los mayores, con la emoción con la que uno amanecía cuando sabía que, esa tarde, iba a ver al Madrí: cuando entonces, que diría Umbral, al fútbol se iba así.

Juanito murió, Txangurro cerró, los partidos de los niños se disputan ahora en la Play Station, los futbolistas se hicieron distantes, y yo soy más viejo que mi padre. Pero fue esa generación, la de Juanito, fronteriza primero con la de Pirri y luego con la del Buitre, la que me inició en un concepto del madridismo vinculado forzosamente al casticismo de los minutos molto longos; a las remontadas; a los Garcías cuya final en París -el puto gol de Kennedy- nos hizo llorar de rabia como a unos malditos a los que la vida no fuera a cumplir sus promesas de copas de Europa; al gallinero palpitando ya de gente horas antes de que arrancara el partido contra el Borussia, el Anderlecht, el Inter de Oriali, Zenga y Altobelli o el Colonia de Littbarski. Al entrar en Chamartín, el césped, eléctrico bajo los focos, era todavía una visión repentina y memorable, y no una rutina, por no hablar de su olor, que era el mismo que el de los parques, pero evocaba tan distintas intensidades.

La Quinta refinó el juego, lo rescató de los zafarranchos agónicos, de la verticalidad testicular. También trajo un cierto choque cultural: niños bien del Calasancio y por ahí, que no venían de ningún linaje desesperado, rebajaban como el agua al vino el inmenso, inabarcable carácter de Juanito. Con su memoria de peleas en el barrio, con su incontención para la amistad y los apetitos, con la pose taurina, chulapona como la gorra madridista de medio lado, con la que presentaba batalla a la vida. En el recuerdo, parece que vivió en torero antes que en futbolista, como un personaje de Chaves Nogales sobre el cual, anunciándose en los estallidos de cólera y violencia y en el desorden de sí mismo, hubiera gravitado siempre la presunción de un destino trágico. Todo estaba magníficamente contado en un reportaje reciente, emocionante, de Informe Robinson.

Nunca he visto una noche tan triste para el Real Madrid como aquella en la que Juanito pisó la cabeza de Matthaus. Pocas veces me he sentido tan decepcionado en un estadio como cuando Juanito escupió en la cara de uno de los nuestros, Stielike, que regresaba con la camiseta del Neuchatel. Pero también es cierto que sus regates en corto, su audacia y su pasión fueron mi primer fútbol revelado. Y que las grandes virtudes del Real Madrid venían todas incorporadas a su personalidad. Juanito saltando de alegría cuando le cambiaron con el Borussia ultimado ya por 4-0. De esa imagen desciende una parte de mi ser, la que a veces tenía que jugar de portero, la que dio por cumplida una promesa del destino cuando Mijatovic marcó en Amsterdam un gol que Juanito merecía por lo menos haber visto.