Mi segundo 23-F

Pedro J. Ramírez, entonces director de 'Diario 16', expulsado del juicio del 23-F, el 23 de febrero de 1982. / MIGUEL GONZÁLEZ

Durante todos los años en que he sido director me he sentido, antes que nada, periodista y, sobre todo, reportero; siempre que he tenido oportunidad de contar personalmente una historia interesante lo he hecho. En el caso del 23-F me sentía además muy implicado ideológica y vitalmente: por eso decidí cubrir, yo mismo, el juicio de Campamento.

[...] La premiosidad del control de seguridad daba pie a que se formaran colas a la entrada del recinto y el presidente del tribunal, un viejo general aquejado de úlcera de estómago llamado Luis Álvarez Rodríguez, solía abrir la sesión con gran puntualidad al filo mismo de las diez.

Por eso comenzó a extrañarme la demora que prolongaba los minutos de espera en el incómodo y surrealista vestíbulo del antiguo almacén de papel, chapuceramente habilitado como sala de justicia.

[...] Sin apenas espacio para movernos, los periodistas nos veíamos obligados a aguardar el inicio de las sesiones, hombro con hombro, con los familiares de los procesados. Tal y como cualquiera podía prever, traducían su enorme drama humano en gestos de hostilidad a la prensa.

El retraso era ya de media hora, cuando llegó al corro de periodistas el primer rumor de que el juicio estaba bloqueado y de que ello tenía que ver con algo publicado por Diario 16.

Aún no había salido de mi asombro cuando me indicaron que tenía una llamada del general Toquero, recién nombrado portavoz del Ministerio de Defensa.

-Pedro J., ¿cómo estás? Te llamo desde Alcalá de Henares porque he venido con el ministro a los actos de la Brigada Paracaidista. Mira, tenemos un problema gordo y tú me tienes que ayudar a resolverlo. Es por el artículo que publicáis hoy Así asaltamos el Parlamento...

-Pero, ¿qué es lo que pasa?

Toquero no contestó esa pregunta, sino que formuló otra:

-Este Adolfo Salvador que firma el artículo, ¿quién es?

-Pues un redactor de Diario 16.

-¿Entonces, Adolfo Salvador existe, o sea, que no es un seudónimo de alguien?

-Claro que existe, es un periodista nuestro... Pero, general...

-¿Y Adolfo Salvador está acreditado en el juicio?

-No, no está acreditado.

-Bueno, mira, quédate ahí y espérame, que tenemos un problema gordo y me tienes que ayudar a arreglarlo. Voy para allá.

Un tanto aturdido por la conversación, me fui dando cuenta de lo que sucedía. Abrí mi portafolios negro, saqué un ejemplar del periódico del día, que incluía un artículo titulado Así asaltamos el Parlamento en primera página.

Lo había leído semanas atrás y no me había llamado excesivamente la atención. Se trataba del relato de un miembro de la Compañía de Policía Militar de la División Acorazada que se había sumado a los guardias civiles de Tejero, bajo el mando del comandante Pardo Zancada. El reportaje era el fruto de la tenacidad de uno de los miembros más jóvenes de la redacción, Adolfo Salvador, quien había pensado certeramente que faltaba por conocer la visión de los hechos de alguno de los soldaditos de reemplazo que, sin comerlo ni beberlo, se vieron envueltos en la más incómoda aventura de su vida.

Yo había decidido aplazar su publicación hasta que hubiera una fecha que volviera a poner de actualidad aquellos hechos. Diez días antes del aniversario, cuando aún no se sabía que cuando llegara la efemérides la vista oral ya habría comenzado, se celebró una reunión de parte del staff del periódico y se acordó incluir el relato del soldado en las páginas especiales que se preparaban.

Mientras esperaba en la sala de prensa la llegada de Toquero, iba recibiendo algunos datos que configuraban la situación como un auténtico plante de los acusados. Era uno de los escasos momentos de mi vida en los que me sentía desbordado por los acontecimientos. Como director, tenía por costumbre ponderar siempre con antelación los previsibles efectos de la publicación de una información, y en este caso todos mis esquemas se venían abajo, pues ni por un instante se me había pasado por la cabeza que ese artículo pudiera organizar tamaño escándalo.

La única aportación novedosa del relato del soldado eran algunos datos sobre el comportamiento inestable del capitán Álvarez-Arenas, a quien en un determinado momento se le atribuía la amenaza de «pegarle un tiro en la nuca» a quien desobedeciera sus órdenes. Este detalle había sido el detonante del conflicto.

Recordé mi no demasiado lejano servicio militar y se agolparon en mi cerebro docenas de ocasiones en las que, en situaciones mucho menos tensas que el asalto al Congreso, había escuchado expresiones parecidas de hombres de uniforme.

El capitán Ortega, un oficial alto y delgado, con gafas de oficinista, me sacó de mis cavilaciones.

-El general Toquero ha llegado y quiere verte. Acompáñame, por favor.

Mientras atravesaba de un extremo a otro el malhadado vestíbulo en compañía del capitán Ortega, me di perfecta cuenta, por las miradas y los cuchicheos, de que todo el mundo sabía ya lo que pasaba y tenía muy claro que yo era el culpable.

-No sé cómo no se te cae la cara de vergüenza... - exclamó una de las mujeres más lanzadas.

Al final del vestíbulo, nos detuvimos ante una habitación con el rótulo de Coordinación. [...] Aunque le había conocido apenas una semana antes, cuando el ministro Oliart me lo presentó como sustituto del inquietante teniente coronel Monzón al frente de la oficina de prensa del Ministerio, sentía una gran simpatía por él. Me parecía un hombre de espíritu abierto y tenía ya reiterada constancia de la buena voluntad con que siempre pretendía limar tensiones entre los militares y la prensa.

El diálogo se reanudó exactamente con las mismas palabras utilizadas por teléfono.

-Oye, Pedro, que me tienes que ayudar...

-No sé cómo, general, si no me explicas primero cuál es exactamente la situación...

-Pues muy sencilla. Todos los acusados se niegan a bajar a la sala si no se cumplen dos condiciones. Primera, que se expulse a Adolfo Salvador. Segunda, que se le retire la credencial a Diario 16. La unanimidad entre ellos es total y les apoyan sus abogados.

-¿Y cómo es posible que el tribunal acepte que unos procesados le chantajeen?

Toquero no respondió. Él era un hombre práctico, empeñado en resolver un problema, más que en juzgar sus causas.

-Bueno -dije yo-, la primera condición es imposible de cumplir, porque Adolfo Salvador no ha estado jamás acreditado, no ha venido nunca por aquí, y difícilmente se le puede expulsar de un sitio donde no está.

Por eso es lo primero que te he preguntado por teléfono...

-En cuanto a la segunda...

-Ahí es donde me puedes ayudar. Yo había pensado la fórmula de que te retires voluntariamente y mañana venga otra persona del periódico. Eso mismo es lo que te va a pedir el presidente del tribunal.

No necesité pensarlo.

-Lo siento, general -le dije-, pero no puedo hacer eso por dos razones. Primero, porque sería tanto como admitir nuestra culpabilidad, y no me siento culpable de nada. Y segundo, porque eso sería claudicar ante el chantaje de unos señores que no deberían estar en condiciones de chantajear a nadie.

Toquero se sintió obligado a insistir. En un determinado momento le pregunté:

-¿Y si no me retiro, me expulsará el tribunal?

La respuesta del general fue inesperadamente fulminante:

-Te garantizo que eso no va a suceder. Diario 16 no será expulsado de la sala. En todo caso, tiene que ser una cosa voluntaria.

A instancias de Toquero llamé a Juan Tomás de Salas -propietario del periódico-, desde el teléfono situado en una mesita atestada de papeles. La conversación fue breve y no aportó nada nuevo, ya que él se mostró inmediatamente de acuerdo con mi decisión de no abandonar el juicio.

-No tengo ningún inconveniente en explicarle nuestra postura al presidente del tribunal -resumí cuando hube colgado, conectando con el anterior comentario de Toquero.

-No -me dijo él-, tú espérame aquí, que yo voy a dar cuenta del resultado de estas gestiones.

Apenas había salido Toquero, cuando entró en la habitación su segundo de a bordo, el comandante Fernando Ripoll, un militar hábil, muy dado a las largas conversaciones con la prensa.

-No lo entiendo. Sinceramente, no lo entiendo, Pedro J. No entiendo cómo habéis podido publicar esto. Y precisamente hoy... Me parece tan irresponsable...

-¿Me quieres decir concretamente por qué? -le pregunté.

En vez de contestar, Ripoll siguió adelante con sus invectivas.

-Yo soy partidario de la libertad de prensa, de la Constitución y de todo lo que tú quieras, pero hay cosas que no se pueden consentir. Y esto traspasa los límites de lo tolerable en cualquier país del mundo. No entiendo cómo lo habéis hecho. Esto sí que es desestabilizador...

Por un momento pensé en instar al oficial a un análisis racional del contenido del artículo. Decidí no gastar pólvora en salvas y me limité a replicar:

-Yo no estoy de acuerdo.

En ese momento regresó Toquero y Ripoll abandonó la estancia, como si de un relevo premeditado se tratara. El general estaba algo congestionado y traía cara de circunstancias.

-No pienses que no te quiero ayudar a buscar una salida -me adelanté yo. -Lo que ocurre...

-Tú y yo ya no podemos hacer nada, porque el problema ha tomado una dimensión distinta -aclaró Toquero.

-¿Qué quieres decir con eso?

-Quiero decir que todo esto se nos escapa a nosotros. Bien, por lo menos, lo hemos intentado. Y ahora perdóname, que voy a llamar al ministro de Defensa.

Toquero volvió a marcharse y casi una docena de oficiales entraron entonces en la pequeña habitación. [...] Ninguno parecía prestarme la menor atención y opté por salir al pasillo. Al final del mismo, retenidos por un policía militar de casco blanco, se agolpaban los demás informadores.

Tal y como después me contaron, el teniente general Luis Álvarez Rodríguez se llevó instintivamente la mano izquierda al estómago, 20 centímetros por debajo del solemne collar que lo acreditaba como presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. El general Toquero acababa de comunicarle mi decisión de no renunciar voluntariamente a la credencial y su úlcera tenía que enfrentarse a una situación límite.

Tanto él como sus compañeros estaban francamente irritados ante el hecho de que un periodista hubiera sido el desencadenante de la primera gran crisis de la vista oral. Tampoco se les ocultaba, sin embargo, la gravedad del plante de los acusados, sin precedentes en la historia de la justicia militar.

Lo pertinente, de acuerdo con el Código, sería obligarles a bajar a la fuerza. Álvarez Rodríguez pensó en ello y un leve estremecimiento recorrió su cuerpo al imaginar a Jaime Milans del Bosch esposado e introducido en la sala bajo la coacción de las armas. Cualquier decisión que adoptara tenía que ser compartida por todos los miembros del tribunal.

En ese instante sonó el teléfono. Meses más tarde, la periodista Pilar Urbano declararía en una emisora de radio que la recomendación del presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, Álvaro Lacalle Leloup, fue un elemento decisivo del desenlace que iba a producirse.

Cuando al filo de la una y media varios compañeros me comunicaron que la vista se reanudaba, tuve una gran sensación de alivio. Pensé que los procesados al fin se habían atenido a razones.

Nunca había sido un hombre pusilánime, pero comenzaba a sentirme abrumado por la magnitud del incidente. Aunque la mayoría de mis compañeros me habían arropado, no faltaban quienes comenzaban a murmurar por los rincones que la culpa era de Diario 16.

Haciendo caso omiso a los insultos pronunciados por dos mujeres con las que me rocé al pasar -«¡Sinvergüenza!» ¡Desgraciado!»-, penetré en la sala de justicia, con la cabeza erguida y procurando restar toda expresividad a mi rostro.

Recorrí todo el ancho de la estancia, caminando paralelamente al cristal antibalas situado tras los sillones de terciopelo de los acusados y fui a sentarme en la tercera silla de la segunda fila del espacio reservado para la prensa, [...] detrás del engomado cogote del general Armada.

A diferencia de otras ocasiones, ninguno de los procesados intercambió ni miradas, ni gestos, ni palabras con sus familiares, acomodados inmediatamente detrás de la prensa. Parecían mucho más rígidos que de costumbre, con la vista clavada en el lejano tribunal, como si estuvieran sentados en posición de firmes.

Sin darle demasiada importancia al detalle, saqué mi cuaderno y lo abrí por la primera página en blanco. Fue entonces cuando comenzó a hablar el abogado del capitán Álvarez-Arenas, un hombre de aspecto aniñado y regordete, con el timbre de voz algo aflautado. [...]

-Con la venia, excelentísimo señor presidente... Quiero hacer constar mi más enérgica protesta por la publicación aparecida en el Diario 16, que constituye una grave intromisión e interferencia...

[...] Opté por no apuntar más que el memorial de agravios: «Gravísima provocación a este Consejo (...) a cualquier persona que tenga el más mínimo sentido de la honestidad (...) un agravio a la institución militar y al honor de sus miembros (...) una intolerable e ignominiosa calumnia...».

El fiscal Claver Torrente, víctima de las más bárbaras críticas en panfletos y hojas volanderas de la ultraderecha, intervino a continuación de manera equilibrada. Empezó lamentando la supuesta inoportunidad de la publicación del reportaje, para añadir que «nada impide la continuación de la vista porque, en definitiva, no es un incidente de la misma, porque no fue aquí donde se dice que se recogió esa información...».

Yo respiré hondo. Había intervenido el abogado de Álvarez-Arenas, había intervenido el fiscal, aquello podía darse por zanjado... Mi estupor fue enorme cuando escuché alzarse la voz del coronel Escandell, defensor de Milans.

Ya no era la palabra de un joven picapleitos, sino la arenga encendida e incendiaria de un soldado que empezaba, además, invocando el santo y seña del profeta:

-En nombre del excelentísimo señor teniente general Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil -el ex vicepresidente había aceptado encabezar la lista de los defensores de sus compañeros-, e interpretando el sentir de todos los defensores militares... manifestamos nuestra adhesión a lo expuesto por el defensor del capitán Álvarez-Arenas, precisando que lo que se dice en el artículo de Diario 16 es una injuria gravísima no sólo al procesado, sino a la totalidad plena de la institución militar.

Escandell fue elevando la voz, hasta finalizar con un registro atronador.

-¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Así se habla!

Los gritos surgieron de entre los familiares y de la zona reservada a los miembros de las comisiones militares, presentes como observadores. Pronto quedaron envueltos en una expresiva nube de aplausos. [...]

Cual consumación de una violenta sinfonía, se alzó entonces con pulcritud el verbo aseado del presidente del tribunal:

-Oídas las manifestaciones del abogado defensor del capitán Álvarez-Arenas, del señor fiscal togado y al amparo de las facultades que a esta presidencia otorga el artículo 770 apartado 4, se suspende la acreditación de la representación de Diario 16, hasta que se provea sobre el incidente por el artículo Así asaltamos el Parlamento.

Los aplausos arreciaron en un clima de apoteosis deportiva. [...] La victoria por goleada se remató con las últimas palabras de Álvarez Rodríguez:

-Por los servicios de orden, compruébese el cumplimiento de la orden...

[...] Los gritos ya habían dejado de ser genéricos.

-¡Fuera, fuera!, ¡Márchate ya, hijo de puta! ¡Te está bien empleado! ¡Vete ya, desgraciado!

Uno por la derecha, otro por la izquierda, dos policías militares adornados con metralletas se me acercaron. También el director general de Coordinación Informativa -número dos del secretario de Estado Ignacio Aguirre- Carlos Abella.

Yo cerré mi cuaderno, lo introduje en el portafolios negro que levanté del suelo y apreté sus cierres dorados. Seguidamente me puse en pie, guardé el bolígrafo en el bolsillo de mi chaqueta y comencé a caminar.

Cuando llegué a la puerta, los insultos se habían generalizado contra la mayoría de los periodistas que, en señal de solidaridad, recogían sus cosas y empezaban a seguirme, con Miguel Ángel Aguilar como abanderado. En medio del barullo no se me escapó el gruñido disidente de un oscuro colega del Ya: «¡Yo estoy aquí para informar... yo no me marcho... yo me debo a mis lectores!».

A la mañana siguiente, mientras los principales medios de comunicación del mundo occidental se hacían eco de lo ocurrido en sus portadas y páginas editoriales, yo recibía, entre otras muchas muestras de aliento, la llamada de Camilo José Cela, recién propuesto para el premio Nobel [...]. Como de costumbre, su voz estaba hinchada de orgullo y vigor:

-Quiero decirte que tu problema nos afecta a todos y que puedes ponerlo en el periódico si quieres.

Yo intenté darle las gracias, pero Cela me interrumpió enseguida:

-Mira, majo, a mí tu credencial me importa tres cojones. Pero esa credencial significa muchas más cosas, y si te llamo es por sentido de mi propia dignidad.