Tribunales / Audiencia Provincial

Andrea narra el infierno de 'Cabeza de Cerdo'

Era menor cuando Clamparu le pegó para que se prostituyera y abortara

Ioan Clamparu, alias 'Cabeza de Cerdo' por sus dimensiones craneales, a su llegada, ayer, a la Audiencia Provincial escoltado por los guardias. / EFE

La noticia, más allá de testimonios, preguntas y declaraciones, fue el miedo. El terror que Andrea -que ni siquiera se llama Andrea- sintió ayer por la mañana a estar en la misma habitación que Ioan Clamparu, Cabeza de Cerdo.

El pavor que hizo a la testigo protegida entrar absolutamente cubierta a la Sala 3 de la Audiencia Provincial, y que hizo al juez tener que pedirle, «por favor», que se quitara las gafas de sol durante su declaración -«él no la puede ver, no se preocupe»-.

El doble biombo, uno delante del otro, que tuvo que separar a la mujer de su presunto proxeneta, el hombre que según ella le pegó un puñetazo para forzarla a prostituirse y la obligó después a abortar.

El hilo de voz con el que ella declaró, como si temiera aún que Clamparu, ancho como un armario ropero, una especie de oso humano al que le podrían caer 28 años, se deshiciera de dos mandobles de los policías nacionales que le custodiaban y se lanzara sobre ella -«hable más alto, por favor, el tribunal tiene que poder escucharla»-.

Un miedo que sintetizó perfectamente uno de los investigadores que liberóa las rumanas: «Era increíble el temor que le tenían a Clamparu, llegaban destrozadas y durante mucho tiempo tenían como paranoia, sentían que alguien les perseguía a todas horas». Ayer, ese temor flotó sobre la Audiencia Provincial: la otra damnificada que declaró lo hizo también oculta por puro miedo, y varias de las chicas que hablaron en instrucción no se han atrevido siquiera a hacerlo en la vista oral.

Y eso que los hechos por los que se juzga a Cabeza de Cerdo, cinco presuntos delitos de prostitución y uno de aborto, datan de nada menos que 2000. Hace 12 años que pasó todo, pero Andrea, menor entonces, salió ayer de la sala oculta bajo un gorro, una bufanda y unas gafas de sol, corriendo como si acabara de estar en el radio de acción del mismísimo diablo. Entremedias, la joven desgranó en un español aceptable, sin dar excesivos datos, su infierno particular. Cómo alguien de la red le prometió un empleo en España, adonde huyó desde Rumanía «porque estaba embarazada y no se lo quería decir a mi madre». Cómo le consiguieron el billete con pasaporte falso.

Cómo la fueron a buscar al aeropuerto, y «al día siguiente de llegar, dos chicas me llevaron a la Casa de Campo y me dijeron lo que tenía que hacer. En ese momento no me quedó otra. Ioan me dio un puñetazo porque no quería dedicarme a la prostitución. Hacía lo que decía o me mataba a mi y a mi familia», dijo.

Cómo se quedaban el dinero que ella ganaba, «unos 600 euros al día, trabajando desde las diez de la noche a las cinco de la mañana». Cómo los chulos las vigilaban en la Casa de Campo, y las transportaban al lugar en que dormían «en grupos de tres para no despertar sospechas». Cómo Ioan era el jefe «porque era el que agredía a las chicas cuando había problemas».

Después, Andrea narró en voz casi inaudible desde el patio de butacas cómo, al advertir que estaba embarazada, una mujer de la confianza de Clamparu la llevó por dos ocasiones a la Clínica El Bosque para que abortara. En la primera ocasión, siempre según su testimonio, intentó escaparse. A la segunda, el 7 de noviembre de 2000, se terminó venciendo: se le interrumpió el embarazo tras dos semanas y media ejerciendo como prostituta.

Especialmente endeble fue, después, el testimonio del facultativo que la entrevistó en El Bosque para cerciorarse de que la chica quería abortar. El hombre, que rubricó el documento que Andrea no quiso firmar -simplemente escribió su nombre-, dio por sentado que podía percibir que el consentimiento era libre pese a no hablar el mismo idioma que la embarazada: Andrea, en aquella época, no hablaba ni una palabra de español, explicó la chica. «Esas cosas se entienden, se entienden», repitió el médico sin empacho ante el tribunal, tras admitir también que ni siquiera se dio cuenta de que la joven era menor de edad.

Andrea refirió después cómo tuvo que visitar otras dos veces el hospital «porque me obligaron a prostituirme después del aborto poniéndome algodón dentro». Y admitió haber escrito, en una carta encontrada por la Policía entre sus enseres, «desde que he hecho esto tengo pesadillas de un niño que me pregunta por qué le he matado». El abogado de Clamparu intentó presentarlo como prueba que la mujer habría abortado sin coacción, pero no está claro que eso prospere en la mente de los magistrados tras la crudeza del testimonio.

No obstante, y a falta de las pruebas documentales y periciales de hoy, si los cargos contra Clamparu son los exhibidos ayer (declaraciones de las víctimas y de los investigadores, y testimonio de la Clínica El Bosque en orden a que la mujer abortó porque quiso), la causa contra él podría no ser tan sólida, jurídicamente, como su currículo haría suponer (le reclaman en varios países europeos). Los que no van a poder ser juzgados, en todo caso, son sus compañeros en el presunto delito: los ocho están en paradero desconocido.