El desguace del Azor

Tengo en la retina dos imágenes de aquellos días de hace más de un cuarto de siglo en los que se dirimía, en un tremendo pulso subterráneo, la orientación no ya del socialismo español sino de lo que a partir de entonces sería nuestra cultura democrática.

La primera se corresponde con el momento en que pocos minutos antes de las 10 de la noche del sábado 22 de junio de 1985, acabado ya el entreacto de un programa que incluía otras composiciones, Alfonso Guerra hizo su aparición con un impecable traje beige en el palco del Teatro Real reservado para el Gobierno. Instantes después las manos cobrizas de Zubin Mehta comenzaban a extraer de la exquisita maquinaria musical de la Orquesta Filarmónica de Nueva York los primeros acordes de la Quinta Sinfonía de Mahler.

Durante la hora larga que duró la interpretación, y en especial durante el célebre adagietto popularizado por la película Muerte en Venecia, todas las miradas confluían una y otra vez en el vicepresidente como si fuera él y no el gran director indio quien estuviera recreando su composición favorita. Al final la patulea de altos, medianos y bajos cargos colocados por el PSOE en la Administración que habían desplazado a gran parte de los melómanos habituales del Real, reaccionaron con un impostado fervor místico, acompasando sus aplausos a las palmadas lentas y solemnes que brotaban de las manos de Guerra. En el apogeo de su poder, el vicepresidente que se las daba de mero «oyente» pero determinaba quién salía en la foto y quién no, era como un cómitre de galera marcando inflexible el ritmo al que debían remar sus sumisos galeotes. Puesto que a Alfonso le gustaba Mahler, todos entraban en éxtasis con Mahler.

Cuarenta y ocho horas después, el habitual boicot del vicepresidente a los actos vinculados a la Monarquía dejaba el campo libre para que fuera el superministro de Hacienda, Miguel Boyer, quien acaparara el protagonismo, durante la recepción que con motivo del santo del Rey se celebraba en los jardines del Campo del Moro. Sobre todo cuando coincidió en los grupos que se iban formando con una Isabel Preysler en la cima de su sex-appeal, con la que mantenía un incipiente romance. Yo estaba allí como director de Diario 16, pero mi condición de intermitente pareja de pádel de la aún marquesa de Griñón me había hecho además depositario de algunas de sus confidencias y detectaba muy bien el morbo que en aquel «país de porteras» -la expresión era del propio Boyer- suscitaba una relación con los máximos ingredientes a los que podía aspirar la prensa rosa.

Así como el idilio clandestino entre el propio Guerra y la joven sevillana María Jesús Llorente había sido seguido con incomodidad y desagrado por una alta burguesía que veía reproducido el mito del advenedizo con ínfulas, capaz de materializar en las lides amorosas su desquite de clase, el ya publicitado romance entre Boyer y Preysler suponía el maridaje entre la élite del poder y la rampante jet set: ahí estaba el embrión de lo que pronto sería conocido como la beautiful people. Pero el sesgo que tomaría el futuro de España no dependía de la relación de los dos gallos de pelea del Gobierno con sus respectivas nuevas parejas, sino de la que ambos mantenían simultáneamente con Felipe González.

Aquello era un ménage à trois similar al de Jules et Jim. Como en la película de Truffaut, Boyer aportaba al presidente la fantasía y la transgresión de un liberal lúcido y sutil disfrazado de socialdemócrata; pero Guerra encarnaba la certeza y la estabilidad, fruto de su control del partido de acuerdo con las esencias más ácidas de la izquierda. A Boyer le obsesionaba la apertura y modernización de nuestra joven democracia dentro del capitalismo occidental; pero Guerra, rehén aún de los mitos del marxismo, quería tirar por la calle de en medio y cambiar la faz de España hasta que no la reconociera «ni la madre que la parió». González mantuvo el doble juego cuanto pudo pero a la hora de la verdad -cuando Boyer le exigió que cumpliera su palabra de hacerle también vicepresidente y Guerra lo vetó- optó, como yo escribí entonces, por «quedarse con la legítima».

La firme y sonora dimisión de Boyer en aquellos primeros días de julio de 1985 zanjó la cuestión y dejó el camino expedito para que Guerra consumara la agenda intervencionista que ya había ido desplegando, a base de sustituir la separación de poderes -no en vano acababa de proclamar la «muerte» de Montesquieu- por la supeditación del legislativo y el judicial al ejecutivo a partir de un común origen partidista. Pese a que juristas de tanto renombre como variada adscripción advirtieron que eso suponía reproducir la tristemente célebre gleichstaltung o «coordinación de poderes» aplicada por los nazis, Guerra siguió adelante y perpetró la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que hasta entonces aplicaba en su literalidad el precepto constitucional por el que ocho de los 20 vocales del Consejo General eran elegidos por el Parlamento y los otros 12 directamente «entre jueces y magistrados».

Burlándose del ánimo de los legisladores, Guerra argumentó que la Constitución no impedía que aunque esos vocales siguieran procediendo de la carrera judicial, también fueran elegidos por el Congreso y Senado. Un amedrentado Tribunal Constitucional, al que se le acababa de doblar la mano en el caso Rumasa, terminó dando por buena la trampa saducea, balbuceando que, si bien el sistema anterior era preferible, el nuevo también cabía en nuestra Carta Magna. Es significativo que así como la izquierdista Jueces para la Democracia se opuso, junto a las demás asociaciones judiciales, a esa usurpación de sus competencias, la Alianza Popular de Fraga -imbuida de la vieja visión estatista de la derecha autoritaria- terminó votando a favor de la reforma, a cambio de controlar a los vocales de la minoría.

Entre tanto, el propio TC veía amputada una de sus principales competencias mediante la eliminación del llamado recurso previo que permitía paralizar la entrada en vigor de una ley hasta que los magistrados no se pronunciaran sobre su constitucionalidad dentro de un periodo de tiempo tasado. Fue un episodio paralelo al debate sobre la primera Ley del Aborto aprobada por entonces por los socialistas. Ante las reticencias que los magistrados mantenían hacia una primera redacción que protegía insuficientemente al nasciturus, Guerra hizo pública su impaciencia: «Las leyes no pueden permanecer paradas por doce personas que además no han sido elegidas por las urnas».

Ésa era la clave: las urnas, los 10 millones de votos daban derecho a todo, se tratara de la expropiación de una empresa, de la puesta en marcha de una banda de terrorismo antiterrorista o del montaje de una trama de extorsión para financiar al partido. Estábamos ante un proyecto no totalitario pero sí totalizador que pretendía encauzar los resortes atávicos de la España acostumbrada a obedecer en beneficio de un sistema de partido hegemónico, similar al del PRI mexicano. Para Guerra era esencial neutralizar todos los órganos de control social del poder emanados de la Constitución -desde la Fiscalía al Tribunal de Cuentas pasando por los medios de comunicación-, colocando a los leales y aplastando a los díscolos.

Hay que reconocer que las fechorías legales que garantizaron el sometimiento del CGPJ y arrebataron al TC su gran arma preventiva fueron asumidas con gran indiferencia por una sociedad española que, falta de tradiciones democráticas, no era consciente de lo que representaban esos elementos de contrapeso institucional. Hablar de checks and balances entonces parecía un esnobismo yanqui. Reclamar límites legales al ejercicio del poder era predicar en el desierto. Sin embargo, el destino vino a regalarnos a los pocos empeñados en advertir lo que se nos venía encima un acto de soberbia política del presidente González que todos los ciudadanos entendieron.

Aún hoy me regodeo recordando la noticia que el día 25 de aquel julio del 85 transmitió lacónicamente la agencia Efe: «El presidente del Gobierno, Felipe González, y su familia iniciaron ayer un pequeño crucero por la costa portuguesa a bordo del yate Azor, de la Armada española, que fue utilizado habitualmente por el anterior Jefe del Estado». Muchos nos frotamos los ojos con estupefacción: ¡Felipe en el yate de Franco! Increíble pero cierto.

Eso lo comprendió todo el mundo. Sobre todo cuando trascendió que la nueva doña Carmen (Romero) se había trasladado en helicóptero desde Sevilla para unirse al séquito presidencial. En Diario 16 publicamos un «cuaderno de bitácora» de la genial Carmen Rico-Godoy, nada sospechosa de antifelipismo, con entradas inolvidables: «Lunes 32 de julio, 7 a. m. He dormido fatal. Me desperté bañado en sudor frío, soñando que mi señora intentaba estrangularme con un collar de perlas de cuatro vueltas. Era todo muy raro porque mi señora era como distinta y, según me apretaba el collar en mi nuez, me decía: 'Paco, ésta me la pagarás'».

A partir de ahí fue más fácil explicar lo que estaba ocurriendo. Marcelino Camacho y yo acuñamos al unísono la tesis de que el «franquismo sociológico» revivía en la España felipista y todas las piezas fueron encajando poco a poco en el imaginario colectivo: puesto que González asumía los signos externos de la anterior dictadura, tal vez aspirara también a disfrazar de democracia una nueva dictadura.

Pero en el ínterin el destrozo institucional ya estaba hecho. Nunca dos cambios en las reglas del juego tuvieron consecuencias tan nefastas. Fue la politización del Poder Judicial, con sus vocales actuando como miembros de los «grupos» socialista y popular en el Consejo, lo que fue propiciando desde la obstrucción de la investigación judicial de los GAL y Filesa hasta la sentencia de conveniencia del 11-M o el reciente varapalo al instructor del Faisán, pues cada magistrado debía mirar por su futuro. Y fue la supresión del recurso previo la que permitió la entrada en vigor de leyes que resultaron ser flagrantemente inconstitucionales como la de la «patada en la puerta» de Corcuera o el Estatuto catalán, y de otras muy polémicas, pendientes de dictamen, como la que permite abortar a las menores sin consentimiento paterno.

Al anunciar la reversión de esas dos mutaciones legales, incomprensiblemente respetadas por Aznar durante su mayoría absoluta, el Gobierno del PP no sólo satisface a su electorado cumpliendo aspectos clave de su programa -y es fantástico que sea Gallardón, otrora verso suelto, quien protagonice esta feliz rima-, sino que está dando un paso decisivo para la ansiada regeneración de nuestra democracia. Nadie podrá volver a hacer de su capa un sayo por muchos votos que coseche en una buena vendimia electoral. La voluntad política siempre tendrá como límite el imperio de la ley y los jueces podrán aplicarla sin tener la sensación de estar jugándose la carrera. Paralelamente ninguna ley esencial entrará en vigor sin pasar el lógico filtro de la constitucionalidad. Esto es tan importante que, como ciudadano, casi diría que, el día que se materialice, estoy dispuesto a perdonarle a este Gobierno la subida temporal del tramo Arenas del IRPF.

Preparémonos para escuchar las demagógicas protestas de la izquierda y los nacionalistas, escudándose en la soberanía popular. Afortunadamente la sociedad española ya no es la de hace 27 años y ha aprendido la amarga lección de lo que sucede al permitir a los aparatos de los partidos secuestrar la democracia. Sin embargo, aunque creo que el debate va a ser fácil de ganar en la opinión pública, no deja de tener su gracia que de nuevo el Azor vaya a servirnos de oportuna metáfora didáctica pues, como pudieron leer el miércoles en este periódico, el escultor Fernando Sánchez Castillo lo ha comprado, desguazado y convertido en una instalación artística a base de chapa prensada.

Como bien recordaba Antonio Lucas, Umbral solía decir que mientras el Azor siguiera por ahí como un centinela varado vigilándonos a todos, la Transición no habría terminado de verdad. Su admirado Rajoy podría, pues, resumir perfectamente el sentido de su paquete de iniciativas políticas en la próxima comparecencia parlamentaria: señorías, hemos decidido desmantelar el puto barco.

pedroj.ramirez@elmundo.es

Siga todos los días el Twitter del director de EL MUNDO en: twitter.com/pedroj_ramirez