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Del tuteo

LA MONARQUÍA es la ficción más útil de la vida española contemporánea. La mejor verdad de nuestras mentiras, diría probablemente Vargas Llosa. Compárese su benéfico carácter con la ficción del nacionalismo. Una y otro se basan en imaginarios derechos históricos; pero los de la Monarquía se han utilizado para diseminar la estabilidad y la convivencia y los del nacionalismo para todo lo contrario. De ahí el efecto que causa en cualquier cuerpo racional el hecho de que un nacionalista critique a la Corona. El objetivo de la ficción nacionalista es la disgregación, mientras el de la Monarquía es el de la integración. Esto no es la descripción de un objetivo abstracto; es la descripción de la vida española en los últimos treinta años. Por lo demás la comparación entre esas dos ficciones no sólo es conceptualmente razonable. La bondadosa ficción monárquica es, además, la última garantía de que el reino del mal nacionalista no acabará destruyendo la convivencia española. Hasta tal punto es verdad eso que algunos nacionalistas incluso han tratado de engatusar a la Monarquía para que se preste a una suerte de sincretismo ficcional. Cuando Jordi Pujol sugirió en 1992 que la Monarquía debía regresar a los tiempos anteriores a 1714, y desem-peñar un rol parecido al austrohúngaro, estaba reconociendo que el poder de la ficción monárquica sólo podía combatirse mediante alguna alianza. Política matrimonial, por así decirlo.

Sin embargo, el nacionalismo no es el peor enemigo de la ficción monárquica. Como digo, incluso es posible imaginar entre ellos algún tipo de alianza. El peor enemigo es lo real. Su embate. Escuchaba la otra noche al Rey. Intentaba conciliar su mirada oracular, elíptica sobre las cosas de este mundo con el barro que los periódicos llevan días amontonando a la puerta de su casa. El tratamiento lingüístico que debe darse a un rey es hablar siempre con la majestad y jamás con la persona. De ahí que se prohíba el tuteo, incluso a través del usted. El tratamiento simboliza mejor que nada la relación que un rey debe mantener con lo real: la imprescindible desaparición de la persona en el seno de la institución. Se quejaba el Rey amargamente de la erosión de las instituciones a propósito del tuteo que España está practicando con su yerno. Con más amargura aún, probablemente, por ser consciente de que el primero que había permitido el tuteo en la familia (una pelota, un micrófono y un paramecio) había sido él. Fue la suya una Nochebuena imposible.

No debe cundir la alarma, sin embargo. Nadie sensato quiere que se acabe el cuento. Dijo nuestro Rey: «La ley debe ser igual para todos» y España se abrió en un cálido y deslumbrado «¡Oh!». Y está muy bien así. Una Monarquía sólo debe convocar onomatopeyas.