Una lección del Rey Juan Carlos a los políticos

LA VALENTÍA del Rey de utilizar su mensaje de Nochebuena a los españoles para fijar su postura en relación al comportamiento de su yerno Iñaki Urdangarin ha sido muy bien acogida por los ciudadanos. De hecho, su posición clara y rotunda en este punto ha hecho que quedaran muy en un segundo plano sus consideraciones sobre el resto de asuntos que abordó, pese a que también fue contundente a la hora de pronunciarse sobre la crisis económica o el final del terrorismo.

Don Juan Carlos fue tajante cuando, en primera persona del plural, dijo que quienes encarnan las instituciones deben actuar con «ejemplaridad». Insistió en que no basta con que el proceder de los responsables públicos se ajuste a la legalidad, sino que su comportamiento ha de ser además «ético» y, complementariamente, respaldó el derecho de la sociedad a criticar y a pedir responsabilidades cuando no se cumplen las exigencias anteriores.

«Cuando se producen conductas irregulares que no se ajustan a la legalidad o a la ética es natural que la sociedad reaccione», remató Don Juan Carlos, en la que puede ser la frase más valiosa de su discurso. En primer lugar, asume que ha habido irregularidades, no es algo de lo que hable como hipótesis o simple conjetura. Pero además reivindica el listón de la ética, lo que le permite hablar con autoridad de un caso no juzgado, sin necesidad por tanto de tener que esperar a que se pronuncien los tribunales. Por último, el Rey avala la reacción social contra la conducta irregular de Urdangarin, algo que tiene especial valor para los medios que hemos denunciado el caso, más aún por cuanto el duque de Palma arremetió contra el papel de la prensa en su comunicado oficial de descargo.

Sorprende que ayer, en la valoración que los partidos hicieron de la intervención del Rey, la mayoría aplaudiera sus reflexiones, pero como si no fuera con ellos, cuando las principales formaciones afrontan casos de gravísimas irregularidades y deberían sentirse directamente concernidos por las palabras del Monarca.

Resulta chocante oír a Cospedal, secretaria general del PP, afirmar que no puede estar «más de acuerdo» con Don Juan Carlos cuando apela a la ética y a la ejemplaridad en la labor pública, siendo que su partido ha arropado hasta el final el comportamiento de Camps y sólo le empujó a la dimisión cuando ya iba camino del banquillo. O escuchar al socialista Marcelino Iglesias asegurar que el Rey «ha sabido estar a la altura de las circunstancias», después de ver cómo el PSOE ha protegido a Chaves o a Blanco pese a los escándalos que desacreditan a ambos, al margen de cuáles sean sus desenlaces judiciales. A la hora de la verdad, resulta que el único que no se ha agarrado a la excusa de la presunción de inocencia apartando a uno de los suyos de los actos oficiales aun antes de estar imputado ha sido el Rey, y lo ha hecho con alguien de su propia familia, lo cual tiene más valor si cabe.

Es verdad que se pueden poner peros a las palabras de Don Juan Carlos. Tal y como hemos publicado, la Casa del Rey supo en su día de las actividades de Urdangarin y se limitó a pedirle que se apartara de ese tipo de negocios y a recomendarle que se alejara de España. En las redes sociales se ha criticado también su afirmación de que la Justicia «es igual para todos», cuando precisamente el caso de Urdangarin demuestra que no es así, porque cualquier ciudadano de a pie ya estaría imputado con la misma información que se tiene contra él. Pero la sensación mayoritaria tanto en la calle como en internet es que el Rey ha pasado el examen y se aplaude su coraje de dar la cara. Su referencia a la conducta ejemplar del Príncipe como garante del papel de la Corona fue un acierto realizado por la vía del contraste.

El discurso de Don Juan Carlos es una lección para los políticos. Su mensaje le sitúa al lado de los ciudadanos que creemos que no hay que esperar a una sentencia para depurar responsabilidades políticas. Igual que el yerno del Rey no puede aprovecharse de su condición para firmar contratos inverosímiles con diferentes administraciones, los políticos no pueden llamar «amiguito del alma» a un corruptor profesional, ni dar subvenciones a la empresa de su hija ni citarse con empresarios turbios en gasolineras. Son conductas que descalifican a un representante público, sean o no delictivas.