TIEMPO RECOBRADO

Condenados a no saber

ESTOY leyendo un libro de la física estadounidense Lisa Randall en el que habla de las relaciones entre los dinosaurios y la materia oscura. Lo que sostiene Randall es que existe una compleja relación entre toda la materia y las fuerzas que operan en el Universo de suerte que un remoto acontecimiento puede acabar produciendo efectos imprevisibles en cualquier punto alejado del evento inicial. Dicho con otras palabras, todo lo que existe es interdependiente.

Randall pone como ejemplo la desaparición de los dinosaurios hace 65 millones de años, provocada por causas gravitatorias vinculadas a la materia oscura que empujaron a un asteroide a chocar con la Tierra. Así pues, estos animales no se extinguieron por su incapacidad de adaptarse al medio sino por algo que sucedió a miles de millones de kilómetros de distancia.

Hay muy pocas posibilidades de que se repita una catástrofe de esta naturaleza en los próximos 10.000 años, pero si ampliamos la escala temporal la probabilidad deja de ser infinitesimal.

Como Randall subraya, el surgimiento de la vida en la Tierra es el producto de un cúmulo de coincidencias como nuestra distancia respecto al Sol, la disponibilidad de agua y el escudo protector que ofrece la atmósfera. Aun así, sigue siendo un enigma por qué surgieron los primeros seres vivos de una materia inorgánica.

A esta pregunta se le han dado muchas respuestas. Hay quien cree como Leibniz en los designios de un Gran Relojero que diseñó el complejo engranaje de la vida. Pero hay científicos que piensan que el origen del Universo y su expansión es el fruto de una oscilación cuántica que provocó la gran explosión, el llamado Big Bang.

Resulta inquietante pensar que somos producto de una casualidad y que nuestra existencia es consecuencia de una misteriosa lotería que ha favorecido la evolución desde las amebas al ser humano.

Muchas noches me levanto para contemplar el firmamento y reflexiono sobre sus inmensas dimensiones. Los científicos sostienen que puede haber un billón de galaxias, cada una de ellas con miles de millones de estrellas.

Eso significa que somos como una hormiga que se desplaza a unos pocos metros del hormiguero y que no puede ni soñar con la existencia de los océanos y los continentes. Sólo puede percibir un pequeñísimo fragmento de la realidad.

Siguiendo este símil, nuestro cerebro –el más precioso tesoro de la evolución– sufre enormes limitaciones para captar la complejidad de la materia y la naturaleza del tiempo y el espacio, dos variables íntimamente unidas, según Einstein. Por mucho que la teoría de la relatividad haya sido probada científicamente, resulta muy difícil de aceptar que el tiempo se deforma y que se estira o encoge en función de la materia.

Si Randall tiene razón, hubiera bastado una pequeña variación cosmológica para que la Tierra no hubiera existido. Lo que nos vuelve a la cuestión inicial de si el mundo en el que habitamos es fruto del azar o de la necesidad.

La respuesta no admite un término intermedio porque todo lo que no es azar es pura necesidad. O somos el producto de un plan diseñado por una inteligencia superior o somos la consecuencia de una serie de acontecimientos casuales.

Naturalmente no soy capaz de responder a este interrogante. Me limito a observar las estrellas y a admirar la inmensidad del Universo. Y no puedo entender cómo la vida pensante surgió de una gran explosión cósmica. Estamos condenados a no saber y es posible que jamás lleguemos a resolver el misterio de quiénes somos y de dónde venimos.