España tiene el único río donde Heráclito podría bañarse dos veces sin temor a que lo mojase una sola novedad. Se trata del ancho cauce de la irrelevancia, cuyo primer síntoma es la repetición: lleva 300 días bajando de las altas montañas del sectarismo. A sus dos orillas se encuentran apostados los francotiradores purasangre que claman por el desbloqueo pero que, al descubrir un pacto entre distintos asomando su tímida cabeza entre la corriente, amartillan el rifle, cantan ¡corrupción!, o ¡pasteleo!, y disparan gozosos sobre los negociantes como si fueran pianistas.
Eso es lo que veremos esta semana en el Congreso. Y lo que veremos la semana que viene en las televisiones. Y lo que veremos cuando reine Leonor, si nos ponemos chulos. Pero, entretanto, hay que cebar las tertulias y para eso hay que petar el Parlamento de reporteros como si hubiera algún acuerdo grande que cubrir desde 1978. Todos descontamos el gatillazo de esta investidura estival. Sonreía don Pedro camino de su escaño con esa felicidad un poco macabra que nos escala por el estómago cuando nos vengamos.
Antes de la sesión, revoloteo de diputados saludándose como niños con el libro recién forrado. Ninguno se acerca a saludar ni a Montoro ni a Morenés: son los profesores. Soraya Sáenz de Santamaría y Ana Pastor no sólo compiten por el favor del candidato, también por la blancura de sus respectivos vestidos. El diputado rasta de Podemos se ha hecho la permanente y las lleva recogidas: a eso se le llama higiene democrática. Cañamero busca su escaño, perdido como temporero en palacio. Rajoy rompe a hablar e Iglesias apoya la cara en las manos, preparando la siesta. Errejón teclea. Felisuco, neófito, se concentra en el orador. Rivera toma apuntes, lo mismo que Sánchez, que quizá continúa sonriendo por dentro, pues es muy capaz de anotar y sonreír a la vez.
Las somníferas palabras del candidato colmarían 36 páginas de texto y hora y media de paciencia. Mariano Rajoy sabe hacerlo mejor, pero no le dio la gana de emplearse a fondo en una intentona condenada de antemano. Reivindicó la legitimidad ganada en las urnas y la falta de alternativa viable. Constató la buena marcha de la economía sin recurrir –todavía– a la advertencia apocalíptica en caso de no resultar investido, al estilo yo o el caos. Recordó los compromisos pendientes y los riesgos sólo incipientes de la inacción, pero –todavía– no cargó la mano en la atribución de unas terceras elecciones a la cerrilidad socialista: ya habrá tiempo para eso en las réplicas. Abrió el pacto de investidura firmado con C’s a propuestas constructivas de terceros, pero cree tanto en su poder de seducción sobre Sánchez como Sánchez en la unanimidad de su propio partido. Agradeció a los de Rivera su disposición, pero tampoco cifró en detalle el coste de las medidas pactadas con ellos, mayormente porque no ve venir al Ejecutivo capaz de adoptarlas.
Su tono burocrático sólo ganó relieve para defender la unidad territorial de la nación frente al desafío separatista. Sabe que es el punto fuerte de su pacto con C’s y sabe que es el punto débil de la fantasía de Sánchez con Podemos y los nacionalistas. Rufián apenas se dio por aludido. Maillo parecía ejercer de regidor, palmoteando el primero una sentencia del jefe para desatar el aplauso orgánico de toda la bancada. Las ligeras menciones al endeudamiento y a la corrupción –dos asuntillos que Rajoy tiende a considerar con mayor dulzura que el resto de los mortales– levantaron algún murmullo en la oposición, que pronto volvió a abismarse en la profundidad de su sopor o su pantalla. Los plumillas se entretenían en localizar a Sergio Pascual en el gallinero y a Celia Villalobos fuera de la Mesa: son los efectos espaciales de las purgas. Viri, desde la tribuna de invitados, estudiaba el estado de forma de su marido con la cabeza apoyada en la mano; hay que suponer que desde una infinita comprensión.
Para ver al don Mariano irónico y fajador que tanto nos divierte habrá que esperar al debate de hoy. Para que la política española deje de ser un estanque fétido, alguien va a tener que mojarse el culo y romper la presa, a fin de que corra el agua.