CONSIDERANDO EN FRÍO

Farlopa ‘pa’ la tropa

YO, IGUAL que Suárez, pienso que el comunismo debe ser legalizado como cualquier otra droga. La clandestinidad solo empeora la calidad de la mercancía, sea química o ideológica. Ahora bien, el drogadicto químico destruye su vida y la de su familia, mientras que una sobredosis de voto comunista intoxica las arterias de toda la nación. Si tu descarriado vecino se mete colectivismo en vena por debilidad o por frecuentar malas compañías, todas ellas con derecho a voto, al final será contigo con quien terminen cebándose los impuestos, por mucho que desayunes zumo de naranja a las siete cada mañana. Y por toda estimulación, un café cargado.

Kiko Veneno desconfiaba de la cocaína porque persuadía al artista de que lo trivial es genial, que es una confusión muy propia de nuestro tiempo. El comunista, que tiene tanto de artista, está convencido de que su mierda devolverá la energía al pueblo. Y sin embargo no hay constancia de ningún drogadicto que haya triunfado a causa de su adicción –sino más bien a pesar de ella– ni de ningún pueblo que haya prosperado gracias al comunismo. El providencialismo histórico de Marx contiene tanta sustancia opiácea como la religión tradicional que don Karl se creyó llamado a abolir, sin sospechar que únicamente la remedaba.

Dicen las reseñas que Escohotado ha dedicado toda su vida al estudio de las drogas y del comunismo: como si se tratara de materias diferentes. Pronto sacará el tercer volumen de su temeraria historiografía sobre los enemigos del comercio (los amigos del trapicheo), que vuelven a proliferar en Occidente como todos los siglos por estas fechas. Odian el comercio –«el capitalismo es ontológicamente abyecto», me aseguró Iglesias en la radio el invierno pasado– los populistas, los proteccionistas, los hijos mamones de papá Estado, los soberanistas, los rentistas universales, los altermundistas de variopinta filiación, seguros en el error como solo un creyente o un adicto puede estarlo. La civilización, desde los fenicios a la TTIP, se ha construido contra ellos, pues los señores de la guerra y los gramscianos mitógrafos de la hegemonía odian el pragmatismo de los comerciantes. Porque donde hay un cliente deja de haber un enemigo, y donde no hay enemigo le falta el pretexto a un caudillo para aglutinar a su tribu.

Yo entiendo que la ley global de la oferta y la demanda dé miedo, sobre todo a quienes no tienen nada que ofrecer. Pero un país que se decanta en las urnas por los partidos que programan paguitas públicas y derechos sin deberes prepara una sociedad de siervos. El populismo inglés, alemán, francés o español coincide en una nostalgia de autarquía y en el desvío de la responsabilidad a terceros, sean los inmigrantes, los burócratas de Bruselas o la puerta giratoria de un señor gordo del Ibex. Quien se engancha a esta retórica cae en ese autoengaño lisérgico que confunde lo trivial con lo genial, el kitsch con el equilibrio presupuestario. La droga vende porque procura una gratificación inmediata y demora una ruina segura. En el país que lidera el consumo de perico ningún partido se ha atrevido con el eslogan definitivo: Farlopa pa la tropa (pa la gente). Paga el Estado.

Decía Jardiel que el suicidio es una exasperación de la impaciencia. España arde de impacientes exasperados, el domingo sabremos cuántos. Si son los suficientes, la orgía será majestuosa: esnifad, españoles, las cenizas de vuestros padres. Ya volverá cuatro años después la metadona de la austeridad.