LA TRONERA

Mis amigos los perros

EL ALMA del perro siente la soledad aún más que la del hombre. Porque tiene menos recursos contra ella –a la que percibe como algo concreto, físico y visible– y porque tiene más poder de concentración amorosa. Precisamente para evitar el riesgo de tal concentración y las dolorosas secuelas que de ella pueden derivarse, casi siempre he tenido tres perrillos, aunque ahora tengo dos. A los perros, sin embargo, la soledad no se la quita más que su amo, y no un igual, así sea una jauría lo que alrededor tenga. Y el perro de compañía, como su nombre no sé si indica bien, es el que se halla más desguarnecido en ese campo. Siempre me he preguntado si lo llamamos de compañía porque la proporciona, o porque la exige. Suelo contestarme que las dos son una misma cosa, y que su manera de dar compañía es pedirla, y hacernos ver que somos necesarios para su vida, que está casi enredada con la nuestra: el que quiera saber en la práctica qué es un perro faldero no tiene más que venirse hasta mi casa. Lo que prefieren, en general, es estar en el sitio en que no están: fuera o dentro, según estén dentro o fuera; pero cerca de mí. Mientras los acaricio, pienso en la pena de los perros abandonados. No tanto en los que nacieron solos y libres, sino en los que nacieron entre caricias y promesas de amor interminable, y luego fueron empujados a la carencia y al olvido, o sea, los que alguien timó.