EL RUIDO DE LA CALLE

Los rojos leen a Cicerón

El presidente de los Estados Unidos está considerado como un gran orador por su expresión corporal, su elegancia de felino, su aura, su magnetismo y, sobre todo, porque conoce el arte de hablar de los antiguos, el de convencer deleitando, seduciendo. Han llegado a llamarle el Cicerón americano. Como Marco Tulio, utiliza la anáfora, esa figura retórica que consiste en la repetición de la primera palabra o la primera frase para lograr el énfasis y la persuasión.

Está claro que el presidente aprendió a hablar en la escuela o en la parroquia, como los niños romanos. Cicerón estudiaba los apuntes de sus discursos que hacía su esclavo Tirón, el primer taquígrafo parlamentario; después, él metía las diatribas. Se burlaba de Marco Antonio en las filípicas. Le acusaba de jugador, bebedor, desleal, facineroso y traidor; eso le costó la cabeza, que colocaron en una pica y pasearon por el Foro. Los senadores romanos se insultaban en un gran latín, los diputados de los Comunes se devoran en un gran inglés y, mientras, en la España de hoy, después de cierto esplendor en la Transición, el lenguaje político se va corrompiendo. Los españoles también utilizan la anáfora y la diatriba, pero con tosquedad y sin gracia, entre una salsa de neologismos con el afán, no de hacerse entender, sino de rodear de opacidad su discurso. Se devanean poco el cerebelo en la cochura de neologismos y anglicismos, donde suelen incorporar la pedantería de los economistas y los tecnócratas. Los contribuyentes se sienten cada vez más ajenos a esa jerga y, por eso, entre otras cosas, cae el número de militantes de cuota y crecen las movilizaciones alternativas. Hay una brecha cada vez mayor entre los mensajes de los políticos y el habla de la calle.

Los del PP utilizan el doble lenguaje y los eufemismos para tapar la crueldad de la crisis. Se les acusa de haber reinventado una neolengua; llaman movilidad exterior al exilio forzoso, o flexibilizar el mercado al despido de trabajadores. El PSOE se acerca a ese lenguaje de eufemismos y tecnicismos, muy en la línea de la tercera vía, el lenguaje socialdemócratamente correcto que les está dejando en cueros. Casi todos los oradores no sagrados liman las palabras, les quitan hierro. No sé si Podemos llega con un lenguaje nuevo. Según los socialistas, las soflamas de Pablo Iglesias les recuerdan a los demagogos de los años 30: populismo simplificador, arrogancia, dogmatismo y amenaza. Luis Alegre, uno de los dirigentes, cree que el sábado quedó patente el abismo que separa ya lo nuevo de lo viejo. Claro que, en esto de la oratoria, ser moderno es ser rigurosamente clásico. Estos revoltosos extraños que leen a politólogos del Cono Sur no se parecen a los rojos clásicos que se sabían los maestros de la antigüedad. León Trotsky leía a Mallarmé en el tren blindado, pero Marx hizo de Aristóteles uno de los escasos héroes de El Capital y los discursos de Cicerón fueron punto de referencia en su obra.