Rajoy, Blair y la Corona

YA SE sabía, pero en su libro de Memorias, Tony Blair revela con crudeza –y eso que faltan, según se dice, los detalles más duros– su enfrentamiento con Isabel II tras la trágica muerte de Lady Di. La reina tenía un odio entre sarraceno y subsahariano a su antigua nuera y le culpaba de los escándalos que tanto afectaron al prestigio de la corona en un país casi patológicamente monárquico. No le apetecía que en Buckingham ondeara la bandera a media asta y, sobre todo, no estaba dispuesta a caminar por las calles de Londres detrás del féretro de quien, según su opinión, era la culpable de todos sus males. Ni el príncipe de Gales al elegirla ni ella al maltratarla, ni los espías al revelar las más sórdidas interioridades de aquel trafalgar, por fin, británico. Sólo Diana.

Pero Blair era consciente de que el prestigio de la monarquía exigía esa prueba de humildad de la reina yendo detrás de la revoltosa difunta, siquiera para acallar los rumores de crimen de Estado y para identificarse con el sentir del pueblo llano, siempre dispuesto a perdonar a los muertos. La reina no quería pero Blair se plantó en palacio y le obligó a caminar tras el féretro de Diana, arrostrando improperios pero dando prueba de cierta pesarosa dignidad. Blair cumplió como primer ministro haciendo que la corona se comportara como convenía al reino y no a los caprichos de su biliosa majestad. Eso significa, en última instancia, «constitucional».

Rajoy debería haber tomado ejemplo de Blair para imponer al Rey la conducta que, tras su súbita abdicación, requería la dignidad nacional, representada en las Cortes. Sobraban el numerito del fajín y el del guateque abdicatorio. Y, por supuesto, debía haber estado con la Reina Sofía, Elena y las infantas Pilar y Margarita en primera fila, presenciando la proclamación de su hijo como Rey de España. No sólo para ahorrarnos ese feo alarde de rencor viejuno sino por respeto a las Cortes, símbolo –ellas, no la Corona– de la soberanía nacional. Ni merecía el Príncipe ese desplante ni, sobre todo, lo merecía España. Dirá alguno que ha estado mal pero que ya pasó. De eso, nada. A ver qué hace el Gobierno con el abdicado pasado mañana. Lo que hizo Cánovas para salvar la Restauración fue dejar pudrirse en el exilio a Isabel II. Cruel pero eficacísimamente constitucional.