Por varios siglos, la Real Academia Española (RAE) fue casi un cenotafio de gente viva que no estaba en las cosas de la calle. Un lugar amurallado. Un espacio de lustre y esplendor para unos pocos. Su realidad, sin embargo, está lejos de ese autismo. La RAE nació, impulsada por Juan Manuel Fernández Pacheco, VIII Marqués de Villena, en 1711. Su biblioteca en el palacio madrileño de la plaza de las Descalzas fue el punto de encuentro de una tertulia con ocho novatores–de los que hasta hace muy poco no se sabía casi nada– que se convirtió en núcleo fundamental de la Academia.
Entonces comienza una historia de empeños y resistencia, de intrigas, de ambiciones, de vanidades, de trabajo en favor de la formalización de la lengua, pero no sólo desde el flanco de la alta cultura, sino con el oído echado a las plazas para ver cómo se habla en las aceras, cómo la gente modula el idioma, cómo lo ensancha, cómo lo arpegia.
Más allá del cliché (unas veces cierto, otras exagerado) de que la RAE nació del capricho de unos exquisitos alrededor de un brasero, Víctor García de la Concha, director de la institución entre 1998 y 2010, pone en pie una versión distinta, más abierta y estimulante, menos sometida al rigor del cuello duro. El resultado de muchas horas de revisión y descubrimiento de actas, así como de consulta de otras memorias académicas le llevó hasta un volumen que será ya el que mejor enclavija la extensa aventura de la RAE: La Real Academia Española. Vida e historia, publicado por Espasa.
Hubo momentos en que la institución funcionó de manera casi furtiva. Otras, contó con golpes de fortuna. Felipe V la impulsó con una asignación de 70.000 reales de vellón sacados de la subida del impuesto al tabaco. Franco, mucho después, le puso varios palos en los radios de las ruedas: «Sólo visitó esta Casa en una ocasión y trajo el encargo de que se expulsara de ella a los exiliados. Aquel requerimiento fue a parar a un cajón y nunca se aplicó».
Carmen Pardo Bazán conspiró para sentarse en uno de sus sillones. Las luchas en el periodo liberal trajeron también una metralla desafecta, con Cánovas pisando fuerte. «Y a todo se ha sobrepuesto esta Casa porque lleva en su ADN el gen de la independencia», ataja García de la Concha. «A mí me fascina la historia que acumula. Es algo que cuanto más la conoces más te atrapa. Nunca olvidemos, además, que la academia, desde el origen, nace de la sociedad civil. Y ese espíritu, de algún modo, le ha dado carácter».
Los primeros académicos, al calor del humanismo del Marqués de Villena, coinciden en que el principio de toda renovación está en la palabra. «Entonces se dan cuenta de que España es uno de los países importantes de Europa que no tienen un gran diccionario, a diferencia de Francia, Italia o Portugal. Y ahí comienza todo», explica García de la Concha.
Una vez publicado el primero de los volúmenes, en 1726, se convirtió en el mejor diccionario de su época. Y entonces llegó el reto de arbitrar una ortografía, que se publicaría en 1741. Y después, una gramática. «Pero hay que tener algo claro: la Academia no se propuso enseñar. No tenía intención de ser maestra, sino jueza», comenta el ex director.
– ¿Pero jueza, de qué?
– Pues de la norma. Entendiendo la norma como el uso que los hablantes dan. Dando el protagonismo a la gente. Descartan aquello que puede ser malsonante y cosas así. La Academia, definitivamente, es una escuela de tolerancia. Y eso no se ha dicho hasta ahora.
Igual que no se ha contado con detalle cómo la sucesión dinástica que encadenó a los primeros directores de la RAE fue desactivada para dar un mayor dinamismo a la institución. «Entre el preceptista Ignacio de Luzán, que entró como supernumerario en la Academia (que era el paso previo antes de ser académico), y Carvajal y Lancáster planean hacer una academia de ciencias y letras, relegando a la de la Española a una posición marginal. Pero en un quiebro político de enorme audacia, para evitar lo que sería la defunción de la RAE, se nombra miembro y director en un día a Carvajal y Lancáster, lo que supone la continuidad de la academia. ¡Es maravillosa la historia».
El entusiasmo de García de la Cocha se derrama por la biblioteca de la Casa, espacio que escoge para la entrevista. Sabe que la presencia de mujeres en la institución ha sido hasta no hace más de tres décadas una rémora que afeaba la conducta. La pionera, rechazada, fue Gertrudis Gómez de Avellaneda. Y después, poco o nada. «Hoy creo que esa falta está muy corregida. E irá a mejor aún», exclama.
En la conversación sobrevuelan para quedarse Menéndez Pidal, Dámaso Alonso y Fernando Lázaro Carreter. Tres de los directores principales de la institución. «A cada uno, a su manera, se le debe algo importante», sostiene el autor de este volumen.
A García de la Concha, en sus años al frente, se le debe la modernización y puesta en hora con el siglo XXI de la Casa. Y en esa hoja de ruta, la confección de la red hispanoamericana de academias, que hoy suma 22 academias asociadas. «Fue Lázaro Carreter quien me encargó, cuando yo era secretario, ese proyecto. Al principio Lázaro no lo tenía claro, pero pronto se dio cuenta de que resultaba necesario», apunta García de la Concha.
La historia de la RAE, más allá de su tirantez, tiene mucho del avatar español. «Es que la historia de la Academia es un fiel reflejo de la historia de España», subraya.
Ahora el profesor José Manuel Blecua está al mando. Hoy la Academia es un espacio moderno con ciertos modales antiguos. Pero conserva una historia, revelada, que acerca aquel fortín al ruido de la calle.