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  • Raul del Pozo

Cañete, auto de fe

Miguel Arias Cañete ha hecho la autocrítica, la confesión –heredada del Santo Oficio–, en este estalinismo de marketing en que se ha transformado la política.

Yo no sé si le merece la pena al candidato de las elecciones europeas por el PP comportarse como un barón domado, un atroz misógino que ha atentado contra la dignidad de las mujeres. Pero, ¿acaso no sabía un político tan corrido que hay mucho filisteísmo en los códigos de conducta y que la sinceridad está proscrita?

El machismo aparece hoy más perseguido que el saqueo de las cajas de ahorro. Hemos asistido a un linchamiento, a un auto de fe, donde la víctima es uno que vivía en Babia, sin enterarse de que los años de democracia han sido un programa de reeducación en el que la mujer ha dejado de ser el negro del hombre para convertirse en la vanguardia de los cambios. La lucha por sus derechos estalló históricamente no sólo en la calle, en el trabajo, en las broncas contra la Policía, en las peleas de las sufragistas, sino también en el lenguaje.

El idioma es una barricada, una línea roja. Y aunque esté guardado en el tabernáculo por los patriarcas de la Academia, ha ido incorporando el espíritu del gran cambio, que se inició cuando Olympe de Gouges redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana como protesta a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Por ello fue guillotinada, pero arrojó a la alcantarilla a los gramáticos que, como Vaugelas, afirmaban que la forma masculina tiene preferencia sobre la femenina porque es más noble.

Hubo un gran cachondeo nacional cuando Bibiana Aído, la entonces ministra de Igualdad, se refirió a los diputados de una comisión del Congreso llamándoles «miembros y miembras»; y lo hubo antes, cuando Carmen Romero habló a los «jóvenes y jóvenas» de Cádiz. Las tildamos de analfabetas y olvidamos que el idioma es un cuerpo vivo y los únicos legisladores de sus leyes no son los académicos, sino la gente de la calle, los pícaros, Quevedo y Ramoncín, los presos, los poetas, los chulos y las madres que dan de mamar y enseñan a hablar a sus hijos e hijas.

Ya no hay más que un género, el humano; son iguales los hombres y las mujeres, pero éstas son más y, además, votan.

Contra ellas se utiliza la última discriminación, la demagogia. Estamos en plena feminización de la gramática y de la política. El hombre era el único sujeto histórico de derechos y eso se acabó, como se acabaron las reinas que no podían gritar en el parto.