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  • Raul del Pozo

El despellejamiento

Entre Cibeles y Sol, marcha republicana, con los jardines despiertos y el apogeo de las rosas. Mientras el Rey vende trenes en el desierto, la gente grita «Juan Carlos, acelera, que viene la Tercera». «La III República, más cerca», me dice el coordinador de la Red de Municipios.

Hay más devotos en las procesiones que en las manifestaciones y los republicanos acusan a los medios de silenciar los actos y las marchas. Pero las redes sociales hornean consignas y gritos morados: «Construirem una república catalana digna, lliure de corruptes i lladres».

Los políticos y el Rey nunca han estado tan a la intemperie como en esta era. El chisme y el insulto cotizan en el Ibex y las redes sociales son las reinas del parqué. Más de 4.000 millones de personas utilizan la Red, que termina convirtiéndose en un comité de salud pública. Nadie está libre de ser sometido al veredicto de la masa.

Los estoicos despreciaban la opinión del vulgo. «Alcanzarás la sabiduría si te obturas los oídos» –le dice Séneca a Lucilio–, aunque no basta con cubrirlos con un poco de cera, sino que se precisa un espesor más duro que aquel usado por Ulises con sus compañeros. El de Córdoba adivinó la era digital.

Ahora la masa se anima con la verdad y también con las calumnias; no sólo del vulgo, sino del psicópata y el envidioso. Leo en el blog de Luis García Montero una opinión de Kafka: «Cada insulto contribuye a demoler la mayor invención del ser humano, el lenguaje». Eso sería en el idioma alemán; en castellano, el insulto es una de sus cumbres, junto a la mística.

Es tal el pavor al despellejamiento de reyes, políticos y poderosos, que algunas universidades europeas elaboran el proyecto Pheme para detectar falsedades e injurias de la Red. Tarea inútil. Al intento de cacheo le han puesto el nombre de la diosa Pheme, la de los cotilleos, que tenía una lengua en cada ojo.

La mentira y la verdad andan libremente por el ciberespacio y nadie se libra de las injurias; y menos que nadie, los políticos, acusados de mentir hasta en los currículos.

Henry Kissinger, cuyo lado oscuro es muy oscuro –fue acusado de criminal de guerra y recibió el Premio Nobel de la Paz en 1973–, justifica la mentira en política leyendo libremente a Maquiavelo. Comenta que la gente prefiere a los políticos que saben engañar. No es sólo que sea un sinvergüenza, es que conoce el percal y llega al colmo de la lucidez al decir: «El 90% de los políticos da mala reputación al 10% de los restantes».