Suárez o lo nuevo entre lo viejo y lo viejo

Lideró una transferencia de poder sin precedentes desde el Estado a la sociedad

Después de una vida de tragedia griega, el hombre que se parecía a Orestes, el Ulises que nos condujo a la Ítaca democrática ha sido llamado por los dioses precisamente el 23 de marzo de 2014. O sea el mismo día del centenario del mítico acto del Teatro de la Comedia en el que Ortega peroró sobre Vieja y nueva política. Concretando la aproximación de mi Carta de ayer, creo que esta coincidencia, tan rotundamente enhebrada por el destino, redondea el significado histórico de la figura de Suárez y eleva aún más el nivel de la exigencia a quienes pretendan reivindicar su legado.

Hacía ya años que veníamos viviendo su «canonización laica» y había motivo para ello desde ópticas distintas pues el PP -sobre todo el de Aznar- reivindicaba al Suárez «reformista», el PSOE –e incluso Izquierda Unida por su relación con Carrillo– ensalzaba al Suárez «progresista» y los nacionalistas –antes de echarse al monte– ponían como ejemplo al Suárez «pactista».

El mérito concreto de su labor como gobernante ha ido agigantándose con la perspectiva del tiempo. Sólo el haber sido capaz de ensamblar la sociedad franquista de la que procedía con el irredentismo clandestino de esos demonios con rabo en que el régimen había convertido a los comunistas, haciendo de las dos Españas una, ya le habría dado un lugar excepcional en los anales de nuestra torturada saga. Pero además restableció las libertades políticas y sindicales, facilitó el regreso de Tarradellas como depositario de una legitimidad distinta a la suya, impulsó el consenso constitucional, pactó los estatutos catalán y vasco, allanó el camino hacia la Moncloa a su principal adversario político –Felipe González– y dimitió para evitar que la polémica derivada de todo lo anterior le convirtiera en un lastre para la balbuceante democracia.

El conjunto de todo eso supuso una transferencia de poder sin precedentes desde el ámbito del Estado al de la sociedad, desde las instituciones caducas a los ciudadanos convertidos al fin en protagonistas, desde los aparatos controlados por los profesionales de la política del régimen a una calle efervescente, poliédrica y creativa. Fue lo que los ingleses llamarían una formidable devolution. Nunca las ilusiones colectivas volaron tan alto.

Aunque el proceso no ha sido lineal, sino zigzagueante, desde el mismo momento en que el PSOE logró su aplastante mayoría electoral en octubre del 82 la clase política comenzó a recoger el hilo de esa cometa y no ha dejado de hacerlo en nombre de la rosa o la gaviota y de tal o cual victimismo histórico. Avergüenza oír en estos momentos las loas que dirigen a Suárez quienes controlan a los jueces, eluden la democracia interna, no asumen responsabilidades por la corrupción que han fomentado o comparecen en público sin aceptar preguntas de los medios.

Hay una idea de la conferencia de Ortega aún más contundente que las que reproduje ayer. Según él la «vieja política» ha consistido siempre en sacrificar a «la Nación para el Estado» mientras que la «nueva política» se resume en conseguir que «el Estado sea para la Nación». Esto es lo que pretendió Adolfo Suárez. Y después de él nadie.