ANÁLISIS

El golpe mediático

La supuesta hazaña retórica de los guionistas que organizaron este último programa Salvados se inscribe en una tradición ya ácidamente regurgitante que tiene su convencional inicio en la noche de Halloween de 1938 cuando la CBS emitió la adaptación de la novela de H.G. Wells, La guerra de los mundos, que habían hecho Orson Welles y el Mercury Theater. Aquella noche, ambientalmente propicia al misterio, mucha gente creyó que los extraterrestres habían invadido Nueva York. El fake más famoso de la Historia tiene, sin embargo, un llamativo antecedente español: el 25 de noviembre de 1891, en El Liberal, el periodista Mariano de Cavia publicó un artículo titulado: La catástrofe de anoche: España está de luto. Incendio en el Museo de Pinturas. Cavia describía un día después la intención de su artículo preventivo sobre la quema del Prado: «Hemos inventado una catástrofe… para evitarla». A partir de ahí la lista es larga. Alternativa 3 (1977), por ejemplo, sobre la desaparición de un grupo de científicos, que concluía con un plan para escapar al espacio ante la posible catástrofe de la Tierra. O Camaleó (1991), que informó de un golpe de Estado en la URSS, y que le costó el puesto al director de programas de TVE en Cataluña, Joan Ramon Mainat. El último y más próximo a esta Operación Palace es Operación Luna, otro falso documental emitido por ARTE, que afirmaba que Stanley Kubrick había rodado la llegada a la Luna en un plató, por encargo de Richard Nixon. En él aparecieron, entre otros, la mujer de Kubrick, el director de la CIA, Richard Helms, el secretario de Estado, Henry Kissinger, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld y el astronauta Buzz Aldrin.

Aparentemente estos ejemplos hacen pensar en una robusta imaginación creadora. Pero, en realidad, la base del éxito de audiencia de estas patrañas es sencilla. Todas parten de la ruptura unilateral de un pacto de confianza entre el público y los emisores, según el cual y para simplificar, lo que se publica en el periódico es verdad: el lector no está en Ucrania pero sabe que han destituido a su presidente. Desde Cavia, ninguno de los supuestos transgresores ha tenido que sofisticar demasiado su ingenio: la credulidad del público se ocupa de llegar a donde no llega el talento. Esta es la ley inexorable que se cumplió el domingo: un guión burdo y unos actores improvisados que no podían evitar la risa (salvo Anson, que mentía con una naturalidad soberbia) no impidieron que la mayoría de telespectadores creyera que la historia era cierta.

De la materialización de este abuso de confianza lo peor es el dedito que sobre los títulos de crédito levantan los supuestos creadores: «Ajajá, os la metimos. Así aprenderéis a no ser tan confianzudos.» Reflexionemos un poquito. Naturalmente, sin esta confianza pública, sin esta planta delicadísima, no hay periodismo ni democracia ni conocimiento. Bastaría que uno de estos grotescos deditos perdonavidas imaginase la hipótesis de un público ya plenamente sabihondo que ignorara las recomendaciones de las autoridades ante la inminencia de una catástrofe real. Sólo el duro ejercicio de la búsqueda de la verdad, y no el frívolo toreo de salón de las ficciones desarrolladas en el núcleo del discurso de los hechos, es capaz de producir ese homo escepticus, el difícil ideal de la democracia mediática.

Pero, francamente, todas estas meditaciones me parecen alturas celestes, que corren el riesgo de ennoblecer el ridículo ejemplo que nos ocupa. Un ejemplo, que como en el caso de Operación Luna, cuyo método copia sin pudor, exigía la participación de algunos nombres propios. Y es a estos nombres: Anson, Ónega, Leguina, Mayayo, Verstrynge, Gabilondo y Mayor Zaragoza, a los que cabe preguntarles para qué. Es decir, qué propósito estético o moral sostenía su contribución a que la ocurrencia, el bulo y la falsedad siguieran aleteando sobre la historia del 23-F. Porque la consecuencia fundamental de Operación Palace es el aumento de los niveles de intoxicación que se apoderaron del 23-F desde el primer instante y la seguridad de que ha crecido exponencialmente el número de creyentes en las teorías conspirativas. A todo ello no sólo habrá contribuido el grueso del documental sino, incluso, las aportaciones desveladoras de los protagonistas, en varios casos ambiguas, y que, entre otras consecuencias, harán enrojecer de vergüenza al propio Vargas Llosa (aunque en el castigo lleve la penitencia) al ver como su dudoso hallazgo La verdad de las mentiras se usa sin rebozo para justificar el fraude. Ya he dicho que la hazaña retórica del domingo es una copia de Operación Luna; pero con una diferencia que sólo hace destruir el ya vulnerado crédito de los participantes en la españolada: ni Richard Helms, ni Henry Kissinger ni Buzz Aldrin sabían que sus declaraciones estaban al servicio de una farsa, como sí lo sabían nuestros políticos, periodistas e incluso ese historiador, catalán por supuesto, que allí aparece.

Quiero decir, por último, que en el programa salen tres tipos honrados, que cumplen con las reglas de su trabajo. Dos espías, uno del Cesid y otro de la CIA, y un militar español. Todos ellos, a diferencia de los Ónega, Leguina, Gabilondo et al son personajes ficticios, con nombres ficticios, interpretados por actores. Es un dato interesante. Permite distinguir a la gente poco seria. Es decir, aquella que en la lista del aprecio de los ciudadanos españoles ocupa los últimos lugares. Políticos y periodistas. Gente de la que, decididamente, no te puedes fiar.