‘Ha llegado la hora de saltar. Es ahora o nunca’

Los subsaharianos en el monte Gurugú preparan el asalto a la valla aprovechando la presión sobre la Guardia Civil

«No tenemos nada que comer ni beber, pero tenemos Facebook», dice Abou Deseigne, de 25 años y con cinco intentos de salto a sus espaldas; un veterano del Petit Bamako del monte Gurugú (Marruecos), el campamento de los malienses. «Apunta nuestros nombres y agréganos para estar conectados cuando lleguemos a Madrid. Porque pronto llegaremos».

Aquí la red social es un poderoso medio para mantenerse unidos a la vida que dejaron atrás, pero también para aferrarse a los sueños que tienen por delante. A veces bajan a Nador y buscan un cibercafé para conectar con su mundo de antes y con el que vendrá después; con los que ya pasaron la frontera.

«Cada día es el día. Ese en el que por fin saltarás. Sólo con esa mentalidad te mantienes en este lugar», afirma Koffi Bram, con dos intentos de fuga. «Yo no he llamado a mi madre. No puedo contarle cómo estoy y dónde vivo. Pensaría que he fracasado», dice François.

En la férrea mentalidad de estos hombres, muchos de ellos menores de edad, crece una esperanza, a pesar de la lluvia torrencial y del frío, a pesar de las palizas de la policía marroquí o las concertinas del diablo. «Algo ha cambiado. Creemos que es un buen momento para saltar la verja. Es ahora o nunca», dice Abou.

Hasta los habitantes de este bosque de pinos llegan buenas noticias desde Melilla. «¿Cuántos consiguieron saltar hace dos días? ¿150? ¿Es cierto que la Guardia Civil no los devolvió? ¿Cómo viven nuestros hermanos allí en España?», preguntan al periodista. Hierven unas hojas de té en un bote metálico, apenas un calientatripas con un poco de pan duro. No hay para nada más, pero se ofrece a los recién llegados con un espacio junto al fuego.

Las consecuencias de las 15 muertes de la pasada semana ocurridas en las aguas de Ceuta suenan algo lejanas en el monte Gurugú, pero en sus vidas pueden suponer un cambio radical. «Es cosa de la política. Primero nos echan a patadas. Ahora ya no. Ahora dicen que es el momento de los derechos humanos. No entiendo nada», comenta Saoko, el único que habla castellano del Pettit Bamako.

Estos días en Melilla se disputan varias partidas a la vez. La Guardia Civil y la Policía juegan sus cartas, con el Gobierno, la Unión Europea y Marruecos sentados en la misma mesa. Los inmigrantes son sólo las fichas para las apuestas. Y ellos lo saben. Por eso, aprovechan la presión política existente sobre la Guardia Civil y esperan que los controles se relajen para pasar la verja.

John Feko, un marfileño de 17 años, da de comer a los perros del campamento. Son los únicos que parecen bien alimentados. «Estos animales son claves para nuestra seguridad y supervivencia, por eso los cuidamos tanto. Cuando comienzan a ladrar, significa que viene la policía marroquí. Entonces tenemos cinco minutos para escondernos en el bosque. Por eso ellos matan a nuestros perros a la menor oportunidad». Hay trozos de esqueletos de estos animales esparcidos por toda la zona.

Las pertenencias, trapos y calzado se guardan en sacos que cuelgan de las ramas más altas de los árboles, para que no se las lleve la policía marroquí, que de manera rutinaria les destroza el campamento y quema todo lo que encuentra. Los objetos más íntimos, su pequeña patria de fotos familiares, tarjetas para el teléfono o algún anillo con algo de valor, se meten en latas de metal y se entierran bajo las tiendas para que los agentes no puedan dar con ellos. Sólo se sacan del suelo el día del salto.

«¿Europa es mejor que esto, verdad?», pregunta con impaciencia Didier, de 17 años, que sólo lleva aquí dos semanas y media. «Soy huérfano de padre y madre, pero conservo una hermana en Bamako a la que me gustaría poder ayudar. Si Europa me da la oportunidad, ella vendrá conmigo después».

La mayoría de ellos comienza el viaje sin saber ni a dónde va, ni cuánto va a costarle. Pierden todos sus ahorros en las primeras etapas y luego el juego es sobrevivir al día siguiente. Un día más con vida. Todos han tenido que vender sus documentos auténticos antes o después y han fabricado identidades falsas para ir superando líneas en los mapas: «He atravesado países donde me han estafado, me han pegado, me han encarcelado. Yo he intentado venir hasta Europa de forma legal, pero esa opción para nosotros no existe», asegura Abou, un simpático nigerino de casi dos metros de altura.

Esta sala de espera de la inmigración africana está doblando la esquina de la frontera, es decir, a la vista de todos. Para acceder tan sólo hay que salir de España por la aduana de Beni-Ensar, burlar a la policía marroquí con un par de taxis hasta Nador y jugarse un par de resbalones en el bosque. Después de ascender una media hora unas figuras a lo lejos ya te indican el camino. Todos miran curiosos. «Bienvenidos», dicen. «¿Tenéis medicinas?».

En África, el que atesora mucho dinero consigue documentos y viaja en avión. El que posee algo menos lo hace en autobús. Si quieres pasar al primer mundo con poco te queda la opción de la patera o el cayuco. En el Gurugú se encuentra el escalón más bajo de esa pirámide, los desarrapados que viajan a pie llevando sólo lo puesto. Y, aun así, pagarán mucho más que cualquier europeo por el mismo trayecto.

Estas rocas del Gurugú son un pozo oscuro y maloliente en el que sabes cuándo entras pero no cuándo sales. No encuentran mujeres aquí. No hay nada que hacer. Sólo esperar el momento. Muchos quedaron por el camino, muertos en el desierto sin nombres en las tumbas, en manos de mafias o trabajando en países ajenos, acostumbrados a existir como la gente del lugar, extranjeros de sí mismos, viviendo peor aún que en su propia casa. Por eso los que alcanzan esta montaña se sienten especiales, aunque sea por llegar a un lugar como éste. Son Sissoko, Sylla, Funeke... El viaje es una travesía darwinista, lo que asegura una terrible y contundente selección natural: sólo los más fuertes, los más motivados, los elegidos, llegan hasta aquí. «Yo voy a saltar, cueste lo que cueste. No puedo volver», afirma Louis, un hombre de 17 años.

En la disciplina del Pettit Bamako está incluido el entrenamiento para el momento más determinante de sus vidas: el salto. Antes se construían escalas caseras con madera, pero la configuración de la barrera fronteriza ha cambiado la costumbre. Ahora suben escalando con los dedos de las manos y los pies desnudos, mojados y llenos de jabón para resbalar en las manos de la Guardia Civil.

Las tiendas no son sino plásticos sobre una ridícula estructura de ramas. Duermen un máximo de seis personas en cada una. Alrededor hay decenas de ellas. Y es sólo un campamento. A lo lejos se adivinan el de los senegaleses, el camp Nigeria, el de los chadianos... La lluvia torrencial lo enfanga todo. El lugar está lleno de basura, de heces, de jirones de vidas que pasaron por aquí. Es el precio del purgatorio, de la última frontera. Pero si hay una palabra que pueda definirles es la fe. Así que todos tienen claro que un día saltarán y saldrán de aquí y abrazarán a los hermanos que ya pasaron. Las redadas de la Policía en Madrid, el hacinamiento en los centros de inmigrantes, la xenofobia en las calles, las restrictivas leyes europeas o la ausencia de un contrato laboral no son nada comparado con el Gurugú. Y, entonces sí, François podrá llamar a su madre para contarle que está feliz al otro lado, triunfando en busca de una vida mejor.

>Vea hoy en EL MUNDO en Orbyt los testimonios de los habitantes del monte Gurugú.