EL PRINCIPIO DE LA IRREALIDAD

Al furor independentista cualquier advertencia del peligro le parece una traición intolerable

S

i en algo todo el mundo está de acuerdo acerca de la consulta secesionista de Cataluña es en que ésta no va a celebrarse. Es importante tener esto muy claro para entender el principio de irrealidad en el que se basa la política catalana en estos momentos.

La otra gran irrealidad es la pregunta tramposa que Artur Mas ha pactado. No sólo plantea serias dudas de cómo el recuento tendría que realizarse sino que se ha aprobado con el apoyo de partidos manifiestamente no independentistas que se han sumado al acuerdo después de complicar la pregunta del modo más absurdo y grotesco.

La general sensación en Cataluña es que el conflicto va a incrementarse durante este año y que no van a ser pocas las incomodidades. Si en otros tiempos se consideraba poco adecuado hablar de política, por la facilidad con que alguien podía ofenderse, ahora la independencia de Cataluña sale en todas las conversaciones y, en ocasiones de un modo hasta poco agradable, uno se ve forzado a dar explicaciones y a posicionarse.

Es previsible que, a lo largo de 2014, la tensión entre Cataluña y España tienda a incrementarse y que las disputas entre familiares y amigos se multipliquen y se enrarezca la convivencia en el llamado oasis catalán. No sería de extrañar que en este ambiente de crispación tuviéramos que lamentar algún incidente realmente desagradable.

La mayoría de los catalanes –especialmente los más jóvenes, que son los que con más vigor se apuntan a la causa de la independencia– no vivió la Guerra Civil, ni las checas comunistas ni la posterior represión franquista, y tienen una idea peliculera y épica de lo que es el conflicto con un Estado. Una idea mítica del choque de trenes, que es como se conoce el proceso de confrontación que la Generalitat ha iniciado contra el Estado. En este sentido, el ex consejero de Economía de Jordi Pujol, Macià Alavedra, me dijo estupefacto: «Yo tuve que exiliarme cuando los franquistas entraron a Barcelona y ahora los independentistas esperan los tanques con ilusión».

El descrédito en el que España y sus instituciones han caído, la crisis económica y política, y la dinosáurica estructura del Estado han hecho que calara en el mundo independentista la idea de una España desdentada, sin capacidad de reacción, y a la que vencerla va a ser muy fácil. Puede que España no acuda al choque de trenes con un AVE y que la locomotora esté vieja y el maquinista cansado, pero Cataluña acude con un carro tirado por un burro y en cualquier caso va a ser arrollada. La pasión independentista es tal que cualquier observación de la realidad les parece quintacolumnismo y cualquier advertencia del peligro una traición intolerable.

No creo que ninguno de ellos entienda lo que es un Estado ni mucho menos lo que de fondo significa romper un Estado.Hay demasiada euforia para la reflexión y, por lo tanto, para la inteligencia. La irrealidad catalana y su agitación contrasta con el silencio y el inmovilismo del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. Los que le acusan de blando, o de cobarde, no parecen comprender el independentismo catalán y su mecánica. Así como el nacionalismo siempre ha sido natural en Cataluña, el independentismo ha sido siempre reactivo y crece cuando existe la sensación de agravio.

No atizar el fuego es por lo tanto razonable, y no hacer nada y esperar que caiga por su propio peso la irrealidad catalana es una estrategia que puede dar su resultado, aunque es bastante arriesgada. Porque al final, cuando Mas haya intentado todas las argucias legales y el Estado todas las haya desestimado, lo que quedará es la confrontación directa, el cuerpo a cuerpo con España.

Si cien mil catalanes tomaran la calle y prometieran no volver a sus casas ni abrir sus negocios hasta que la consulta fuera autorizada, si como en Tahrir o en Kiev la resistencia fuera física y la capacidad de sacrificio de un pueblo quedara plasmada más allá de la euforia reivindicativa de un día al año, probablemente España tendría un problema y resolverlo no sería fácil.

Pero no me parece que el grado de desesperación del pueblo catalán sea tan alto y, por muy independentistas que se consideren, todos entienden que tienen mucho que perder en una confrontación brutal con el Estado. No sé si en una de las ciudades en que mejor se vive del mundo, como sin duda es Barcelona, habrá cien o doscientas mil personas dispuestas al martirologio por una consulta sobre la independencia.

Porque, a pesar de la comedia que Mas hace con la «radicalidad democrática» de su proceso, todo el mundo sabe que lo que pretende es dar un golpe de Estado y cambiar el marco legal vigente por otro. Así se ganan las independencias cuando no son acordadas, y el cuento de princesas que cada día el presidente de la Generalitat les cuenta a los catalanes es otra de las farsas de la irrealidad catalana.

«¿Cuán libre eres?», me preguntó hace años un amigo americano. «Contéstame en dólares», añadió antes de que yo pudiera contestar nada.

Y precisamente esto van a tener que hacer los independentistas cuando llegue el momento. La irrealidad catalana tendrá tarde o temprano que aterrizar y va a ser un aterrizaje brusco y severo. Finalmente, la independencia dejará de ser una trama peliculera y cada cual tendrá que decidir qué precio está dispuesto a pagar. Con euros y con sacrificio personal, sin que más ambigüedades sean toleradas.

Tanto la resistencia callejera como una hipotética declaración de independencia implican un esfuerzo que me parece incompatible con nuestras naves, acostumbradas a surcar la bahía de la tranquilidad. Como así tiene que ser, y como así es en casi todos los rincones del mundo civilizado.

Será un año de tensión, será un año de incomodidades, será un año con momentos de tener que aguantar la respiración, y será un año en que, finalmente y como siempre, lo más probable es que no pase nada.

Salvador Sostres es escritor y colaborador de EL MUNDO.