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  • Manuel Jabois

APUNTES EN SUCIO

Ya se ve el programa

Era el aniversario de la victoria del PP y en el Congreso había como un ambiente de balance, esa atmósfera serena que se le pone a las iglesias a media tarde cuando oscurece. La trascendencia hizo que hasta Rajoy, poco dado a rozarse con la prensa, se parase a decir que ya no descartaba abrir el programa electoral, camino de incunable. Sin embargo, el grisáceo engranaje de la democracia no tenía preparado ningún fasto. La primera intervención correspondió al diputado Aitor Esteban, del PNV, que preguntó si el Gobierno respetará la captación digital de ETB en Navarra. A veces la democracia se pasa y llega a los tobillos del presidente con cuestiones tremendas. Ésta del diputado Esteban no la responden ni en la OCU. Y, sin embargo, el presidente del Gobierno, a primera hora de su aniversario victorioso, ha de ponerse a hablar de la señal terrestre y las parrillas autonómicas. En el imaginario popular fue como si a Napoleón, al volver de Austerlitz, le estuviesen esperando en la Cámara con una disputa de lindes en Rennes. Pero no incomodó la pregunta a Rajoy, que fue presidente de Diputación y llevó a los pueblos la luz. Como para no llevar ahora la televisión.

Aunque se arrancaba el Pleno con plácido costumbrismo de época (se echaba en falta a Garci rodándolo con dulzura), pidió la palabra Joan Coscubiela, que alborota desde la fonética. Usó palabras dramáticas, tanto que se le escapó un gallo. Dibujó una España arrasada en la que apenas quedaban un padre y un hijo en medio de las ruinas, como en The Road, y literalmente dijo «patada en la boca de la democracia». «No funciona nada, pero no aporta ni una sola idea», resumió Rajoy. Como andaba con el florete, el presidente se permitió apelar a 1917 y las ideas que provocaron el asalto al palacio de invierno. Rugió el banco del PP, donde se acogen mejor las apelaciones históricas sobre Rusia que sobre España. El pasado es un souvenir de Moscú; de Francia la torre Eiffel, de Italia el Coliseo, de Alemania el Muro y de Rusia el siglo XX.

Tras dos escaramuzas socialistas, tenía la palabra Amaiur. Con Amaiur pasa como con el sargento Brody, que de repente todo se rodea de muerte, en parte porque preguntan. En el Congreso ciertas cuestiones levantan una muralla espesa, un aire grave en el que se reconocen heridas no cerradas. Hasta en expresiones inocentes cargan sus señorías de Amaiur, como una suerte de designio histórico, resonancias tétricas; así, por ejemplo, el silencio es «sepulcral». La pregunta iba sobre el reconocimiento de víctimas producto de la violencia de Estado. Gallardón dijo que desde un punto de vista ético y político «lo único que pueden hacer es darnos explicaciones a los demás de cómo es posible que durante más de medio siglo hayan amparado y disculpado la mayor y brutal violencia que ha tenido este país en toda su historia». Amaiur estas inquietudes suyas sobre terrorismo, muy legítimas, debería trasladárselas a otro grupo para que las cuelen ellos, porque sino lo que le viene a la boca a Gallardón, y a cualquier persona decente, es el esfuerzo de ajustar a Derecho y con lenguaje finamente procesal lo de «habló de puta la Tacones».