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Una gran polución

Querido J:

Esta semana, y 10 años después, la Audiencia Provincial de La Coruña ha dictado sentencia sobre el hundimiento del Prestige. La sentencia es inequívoca: no hubo delito, y la Administración española no deberá asumir ninguna responsabilidad penal por su conducta. A mi juicio esta es una de las más extraordinarias noticias que se han producido en los últimos años en España. Y entre las más desoladoras. En la sentencia hay algunos datos primarios. Por ejemplo, los daños reales que causó el hundimiento del buque, ‘Susote’ aparte. Dice la sentencia en varias líneas que te coso, a partir de lo publicado por este diario donde te echo las cartas: «Perjuicios consistentes en el cierre o reducción de negocios directa o indirectamente relacionados con actividades pesqueras y marisqueras, además de influir en una utilización muy reducida de espacios naturales abiertos al disfrute general y con obvias implicaciones en el negocio turístico. También da por bueno un estudio de la Universidad de Santiago de Compostela por el que se señala que resultaron afectados por la llegada de vertidos del Prestige 2.980 kilómetros del litoral costero, 1.137 playas contaminadas, 450.000 metros cuadrados de superficie rocosa impregnada de chapapote, 526,3 toneladas de fuel en los fondos de la plataforma continental, una mortalidad estimada de 115.000 a 230.000 aves marinas y todos los ecosistemas marinos afectados».

Es decir, un considerable y dañino accidente, sin duda. Es verdad que una evaluación que ofrezca una horquilla del 100% de desviación respecto a la muerte de pajarillos ha de tratarse con cuidado. La horquilla sería inaceptable en seres humanos, y eso prueba, precisamente, que se trata de pajarillos, por mucho que algunos viertan sobre ellos las lágrimas que sólo puede merecer un hombre. A los pajarillos muertos hay que añadir peces, vegetales, geología y un olor a alquitrán duradero. No fue un buen día, quién puede negarlo. Sin embargo, ni en la sentencia ni, lo más llamativo, en los periódicos encuentro ninguna mención al efecto más letal sobre la moral colectiva que ha traído este caso. Me refiero, comprenderás, a la descomunal polución informativa que supuso el caso Prestige. Tú vivías aún aquí en aquellos tiempos y te acordarás. Durante los dos meses posteriores a la catástrofe la prensa socialdemócrata publicó una media de ocho páginas diarias sobre el caso. Algún día sobrepasó las 20. Ocho páginas de periódico durante dos meses es una brutalidad de papel y de esfuerzo que no tiene comparación fácil. En un momento, además, donde los periódicos de papel eran más importantes que ahora y dirigían en todos los sentidos el tráfico de las noticias.

La atención mediática sobre el caso se construyó en torno a dos ejes de eficacia fulminante. El primero, la sentimentalidad que se aplica a cualquier desastre ecológico. La juventud, que es un estado mental sólo en algunos casos felizmente transitorio, se siente más concernida por el mal causado a los bichitos que al hombre; y entre las representaciones del Apocalipsis, el tiempo perdido, el funesto impacto del progreso y otros dramas de nuestra naturaleza mortal debe de haber pocas postales tan violentas como una playa asfixiada por el alquitrán. Es importante subrayar que la expresión mediática de esta sentimentalidad fue, además, radicalmente barata. Lo que más se gastó fue en metáforas y van bien de precio. Por lo demás la Costa de la Muerte no fue Fukushima ni tampoco el Bagdad que a los cinco meses entraría en guerra. Se trataba de un lugar fotogénico, bien comunicado, sin peligro de contagio ni de muerte abrupta. Y hasta allí fue la flor de nuestros elegíacos, multiplicando exponencialmente el chapapote.

La sentimentalidad no sólo estuvo al servicio del comercio. Desde el primer momento fue el vector de una intención política que trataba de culpabilizar al Gobierno Aznar de los daños, acusándole de haber tomado decisiones dictadas por el error y la mala fe. Hasta la sentencia de la Audiencia Provincial, la del Prestige no fue una catástrofe ecológica, sino política. Y es indiscutible que fue oscureciendo la imagen del Gobierno y sus posibilidades de reválida política. A menos de un año de las elecciones, Bagdad y la Costa de la Muerte habían embadurnado el Gobierno Aznar con dos cromatismos básicos: el rojo de la sangre y el negro del alquitrán. «¡Falange!», gritó la prensa socialdemócrata como el que grita «¡bingo!».

Ahora los jueces han sentenciado que no hubo delito político. Es decir, han inutilizado moralmente los millones de páginas repartidas (¡qué desastre ecológico!) en persecución del Gobierno. Yo creo, querido amigo, que éste es también un franco caso de doping electoral, adecuado para que lo examine el especialista Rubalcaba. Un Gobierno que no estuviera basado en mentiras, lo que queríamos. Es imposible, por lo demás, que la prensa pueda defenderse argumentando que se trata de una divergencia de opiniones. Una sentencia no es una opinión. Y acatar una sentencia no es un simple mandato retórico. Acatar la sentencia de la Audiencia de La Coruña significa algo profundo y meditable para algunos periódicos. Significa que cometieron un fraude y que deberían pagar por ello.

Aunque. En realidad, creo que han pagado. Que van pagando.

Sigue con salud

A.