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  • Manuel Jabois

Algo nuestro

En un piso de La Valeta, en Malta, se nos ocurrió poner la televisión: un informativo avisaba de una marea negra en Galicia. Las imágenes daban miedo y tenían, con las palabras que luego diría Federico Trillo («las playas están esplendorosas y la visión de la costa es magnífica»), el aspecto con el que Rivas define el miedo: «La playa de Riazor vacía un día de agosto de 1936». Por qué Trillo en Galicia veía los arenales esplendorosos y yo, en Malta, los encontraba llenos de petróleo hay que atribuirlo al realismo mágico no de Cunqueiro, sino del PP, que prohibió bajo amenaza a la TVG pronunciar «marea negra». Durante semanas el Gobierno, acostumbrado a ocultar asuntos desagradables de la vida pública a conveniencia, trató de conseguir el más difícil todavía: hacer desaparecer a lo Houdini 77.000 toneladas de fuel en un paisaje de azul y verde. Si salió mal no fue porque no se intentó.

Adelanté dos semanas la vuelta al trabajo y me fui a las playas. De ese trabajo que siguió en cada aniversario salieron páginas que ayer una compañera me hizo llegar. Las repaso ahora y me llama la atención lo que escribía del silencio en las playas. Un silencio de velatorio mientras miles de personas trabajaban como avispas blancas retirando chapapote. Las fotografías muestran mareas negras acercándose a la costa y enfrente, como un pelotón de soldados, pequeños barcos de pesca, gamelas, con marineros dentro armados con cubos, jarras y manos; detrás de ellos, ya en la playa, un ingente ejército aguardando retirar todo aquello que se colase. Y el silencio de la espera, como en la guerra. Una batalla poética, un combate viejo para muchos de ellos. El escultor anacoreta de Camelle, el alemán Manfred Gnädinger, que había construido un museo a los pies del mar con las rocas, se dejó morir, contaron los vecinos, de melancolía y tristeza. El lugar artístico fue atracción de culto unos años; en 2010 un temporal se lo llevó por delante.

«Llegó de madrugada el petróleo», contaba una vecina. «Lo llevábamos esperando unos días, y hoy cuando nos despertamos ya estaba aquí». Con la misma paciencia con la que los gallegos soportaron el baile del barco durante tres días (un largo «huuuuy» de Finisterre a Portonovo), en los pueblos se esperaba a la marea negra como a un asesino célebre, con la diferencia de que a Capone lo mandaban de vuelta. Un científico, Ricardo Prego, me dijo que los animales más perjudicados estaban siendo las aves: «Los mamíferos tienen capacidad para detectar el peligro y marcharse de la zona». Cuando el Prestige se fue a la deriva los políticos, del presidente de la Xunta para abajo, estaban fuera de Galicia de caza.

La sentencia entra dentro de la lógica; lo único que consiguió el proceso judicial fue dejar en vilo hasta el final a las tres personas que más empeño pusieron en salvar el barco. Mira uno atrás y entiende, en la urgencia, la política de alejamiento del buque, la falta de prevención; se entiende menos la voluntad de engañar, la comunicación dirigida al falseamiento de la realidad y el propósito de minimizar la catástrofe con el coste que supuso. Pero bien es verdad que eso no es delito. En una entrevista, Bernard Fichaut, experto en mareas negras, me dijo: «No se hubiera perdido nada diciendo la verdad».

Pero de algo valió aquello. Los voluntarios, los primeros y hermosos días de Nunca Máis, el coraje de los marineros. La mañana del día de Navidad me acerqué al centro de recuperación de aves y allí se estaban lavando patos. No es extraño que durante el Prestige se conociesen y enamorasen tantas parejas. Ese año se presentó en Galicia la generación del mundo de ayer de Zweig, la Europa que él conoció antes de la Gran Guerra y que se presentaría después en otros lugares y por otras causas: una generación que no hace nada de lo que no cree y no pregunta al terminar qué se debe, desvinculada de exaltaciones y ruindades ideológicas, sostenida por un ideal palpable, manchado por manos ajenas. Ese país no nos lo inventaron, como acostumbraba a hacer Cunqueiro; lo vieron los gallegos, participaron en él. Fue nuestro.