LA SENTENCIA del caso Faisán, en su bochornoso propósito e infame redacción, o viceversa, ha inaugurado un concepto que si en España se inicia un tiempo de espadones y golpes de Estado puede dar mucho juego. Hasta ahora, en los golpes de Estado militares –los civiles se notan menos, aunque sean más graves, véase Cataluña– se planteaba, si fracasaban, un problema legal y también moral: qué hacer con los soldados que habían seguido a sus oficiales en la intentona golpista. En 1981, no hace tanto tiempo, se planteó por última vez este dilema. ¿Había que juzgar a los guardias civiles y soldados que secundaron a Tejero y Pardo Zancada en la toma del Congreso y su acordonamiento posterior? ¿O había que entender que no habían hecho más que seguir las órdenes de sus jefes, bajo la amenaza implícita o explícita de violencia que suponía desobedecerlas?
Lo malo de la supuesta inocencia de los que secundaron la toma del Congreso es que a algunos los vimos disfrutar, otros robaron en el bar del Congreso y era evidente que no todos fueron arrastrados a humillar a los representantes de la soberanía nacional. También es verdad que, en un estado de temor inducido, algunos podían haber perpetrado fechorías que, de no estar sus oficiales, jamás hubieran hecho. La casuística era infinita y el hecho limitadísimo, así que la salida para celebrar el juicio, el verdadero gran reto del gobierno de Calvo-Sotelo, fue esgrimir el atenuante de la obediencia debida. La responsabilidad del delito sería de los que mandaron, no de los que obedecieron.
Discutible, pero claro. Lo oscuro es que Guevara y compañía hayan alumbrado la teoría exculpatoria de la desobediencia indebida: Pamies y Ballesteros actuarían por su cuenta avisando a la ETA porque ayudaban al proceso de paz del Gobierno autorizado por las Cortes. Pero si el Gobierno no ordenó el chivatazo, desobedecieron a sus superiores y delinquieron por su cuenta. O sea, 30 años de cárcel y expulsión del cuerpo con deshonor. Lo asombroso es que la sentencia diga que no obedecían órdenes, pero que no colaboraron con la ETA porque podían haberlas recibido. Esto es la justicia española: una legalidad ilegal al servicio de la casta política que se rige por un novísimo principio, el de la obediencia indebida.