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  • Salvador Sostres

Uno más

Albert Rivera ha llamado a PP y PSOE a crear una mayoría en Cataluña distinta a la del nacionalismo. El problema de España no es que CiU y ERC sean partidos nacionalistas o independentistas, sino que populares y socialistas hayan asumido sus tesis. El PP se ha creído de verdad que es un partido fascista y por ello no comparece en el debate catalán: porque está acomplejado, porque siente vergüenza de sí mismo, porque en su intimidad no sólo habla catalán, como hacía Aznar, sino que está convencido de ser tan facha como los catalanistas le acusan de ser.

Lo del PSOE es una mezcla de incomodidad y de su viejo cinismo oportunista. Rubalcaba es demasiado mala persona para estar al alcance de cualquier ingenuidad, pero en su eterno propósito de equiparar a la derecha con los fusilamientos franquistas acaba asumiendo gran parte de los postulados nacionalistas. La España federal es, ante todo, una cursilería.

Albert Rivera, que tiene más porte que peso político, un poco como su partido, que no tiene ningún proyecto serio para Cataluña que vaya más allá de la unidad de España, sabe que PP y PSOE no acudirán a su reclamo y aspira a convertirse, por detrás de ERC y CiU, en el tercer partido de Cataluña, algo tan meritorio como inútil, porque, de momento, el frente español no está en condiciones de sumar, en unas elecciones al Parlament, nada que se parezca, ni remotamente, a una mayoría. A lo sumo, 50 diputados sobre 135.

España –el propio Rivera lo dice– no ofrece hoy ningún proyecto atractivo. No es que lo que ofrece el independentismo sea mejor, ni esté liderado por políticos más consistentes, ni más honrados ni más decentes. Pero la descomposición física y moral del Estado contribuye de manera decisiva al proceso de desafección catalanista, que se basa mucho más en burlarse de Madrid que en un proyecto de país del que uno se pueda sentir orgulloso.

Esto va a acabar, como siempre, con una negociación entre el Estado y la Generalitat que dejará insatisfechos a todos, pero con la que vamos a ganar –o a perder, según se mire– algunos años más. Ni España tiene agallas para imponerse ni Cataluña para independizarse, de modo que lo más cómodo y rentable es prolongar esta tensión nacional no resuelta que tan eficaz resulta como cortina de humo y que tan cuantioso rédito electoral da a cada bando.

Vivimos blandengue. Las categorías fuertes se consideran fascistas cuando en realidad no hay peor totalitarismo que el relativismo. Albert Rivera es igual de socialdemócrata que Artur Mas y, si algún día llegara a presidente, lo notaríamos porque algunos de los culebrones de TV3 serían en español, pero la miseria que conllevan las políticas izquierdosas está por igual en Convergència que en el pobrísimo ideario de Ciutadans. Se puede votar a Rivera por capricho identitario, pero no porque entienda lo que necesita un empresario.

Mientras el individuo continúe atado de pies y manos por una fiscalidad brutal, prevalezcan los convenios colectivos y no se deje trabajar en paz a los que crean riqueza y hacen que funcione todo lo demás, ni Cataluña ni España serán otra cosa que una decadente disputa tribal.

Falta calidad. Y este chico, Rivera, cuando le quitas el bombo de Manolo, es uno más.