Cuando lo miras de frente, este hombre tiene la hechura de un último bucardo, algo así como la esquirla ya única de cierta especie muy remota. Parece que a su paso saltaran de la roca los bisontes de Altamira dispuestos a seguirlo como a un hamelin magdaleniense. Manuel de los Santos Pastor es un hombre de caverna capaz de levantar a pulso los cantes de rasgo más duro, agresivos, casi incivilizados, pero dotados a la vez de la mayor solera.
Gasta la condición psíquica de los primitivos, de aquellos seres que irremediablemente explotan como un modo de liberarse. Manuel de los Santos Pastor es Manuel Agujetas. Nadie sabe en qué año ha nacido. Ni en qué pueblo. Ni porqué motivo. «Si es que al parirme no me inscribieron en ningún sitio. Asín que no tengo papeles y los viejos que lo recordaban ya se han muerto. Por eso no sé qué años tengo. Quizá 63 o 64». Estas cosas las dice Manuel Agujetas a bulto, no por afán de distorsión sino por desapego a los detalles. Los mayores de la tribu son su brújula, su oráculo, su altar de sombras. Todo en la vida de Agujetas viene dispuesto por lo incalculable. Por lo inesperado. Por un cierto surrelismo de condición extrema. Y hasta su forma de entender el flamenco dispone una nueva descripción de la extrañeza.
Es un gitano legítimo que acumula en la garganta la mejor tradición cantaora de Jerez. Pasó la infancia en una fragua, aprendiendo el solfeo del oficio al compás del martillazo en el yunque. En 1970 puso la punta del pitillo en dirección a Madrid para buscarse la vida en los tablaos. Aquí grabó su primer disco, Viejo cante jondo, se calzó el primer diente de oro y dejó sus mejores horas en madrugadas febriles en el estudio del pintor Bonifacio, por los altos de Lavapiés. Manuel Agujetas no sabe leer ni escribir. «Es que son cosas que no valen pa’ná. El que sabe leer y escribir, en flamenco, pierde la pronunciación», dice. Con un par.
Una cicatriz con bordes de moneda antigua le hace surco en el lado derecho de la cara, dándole un aspecto de Scarface en barbecho. Vive fuera del tiempo, ajeno a las rutinas de la vida y ajeno al siglo XXI. Habita una casa que ha construido él mismo, utilizando de plomada una chapa de Cinzano atada a un cordel de esparto. ¿Y los cimientos, Agujetas? «¡Qué cimientos, ni qué cimientos! Las casas tienen que crecer a lo alto, no pa’bajo». El pasado tira de él hacia atrás. Pertenece a una dinastía que encabeza Manuel Torre y se va forjando con su padre, Agujetas El Viejo, y en esa misma senda con el cante poderoso de Juan Talega, Terremoto, Chocolate, Antonio Mairena, José de la Tomasa y Dolores de los Santos.
Ha cantado por medio mundo. En Nueva York colgó el «no hay billetes» en el auditorio pequeño del Carnegie Hall. En la misma semana actuaba al lado Frank Sinatra, pero no se cruzaron. Eran los años 60. Le concedieron entonces una visa permanente para entrar en EEUU, algo así como una cédula que lleva en un bolsillo doblada por la mitad, donde aparece su firma con la caligrafía lenta, temblona y catastrófica de los que no saben firmar.
En las sendas del flamenco, Manuel de los Santos Pastor, Manuel Agujetas para el mundo, es el eslabón perdido de esa pureza que no admite imposturas «El flamenco no tiene nada que ver con esos endrogaos que gritan y hacen ruido por dos mil duros», ataca. Él quiere ser el cantaor incontaminado que es, como si portara el secreto del monolito de Kubrick en versión jondo. Nada hay de superfluo o artificial en su rarísima aventura, como advirtió Caballero Bonald. Tiene por obsesión preservar el cante gitano y eso lo convierte en un centinela áspero e insomne del oficio, en el que sólo reconoce a un puñado de nombres mientras lamina al resto. «Lo que pasa es que yo digo la verdad. Y ésa no la quiere oír nadie. Por ejemplo, que Camarón sólo era un canastero. Y los canasteros no saben cantar... Y mira Carmen Amaya, una india pegando zartos... Hay quien me dice que le gustaría tener la libertad que tengo yo pa’ hablar. Porque aquí, en España, hay mucha mentira consentida». Y mientras suelta su soflama como un ultraortodoxo de su propia causa, deja ver dos encías en las que ha atornillado una dentadura de oro macizo. Al sonreír le sale de la boca un relámpago amarillo y un tañido de palabras que golpean contra el oro bárbaro del diente. Un hombre con todos los dientes chapados genera una extrañeza mineral. Desde ese laboratorio de metales, Agujetas lanza contra la atmósfera su repertorio de seguirillas, soleás, martinetes, fandangos, tonás... Su cante tiene algo físico, muy poderoso, como adobado en los pulmones de un buey. Cuando de la garganta le sale un martinete es como si tuviera el yunque llorándole en el gaznate.
La última vez que le vimos, en la Venta El Menuito (kilómetro 66.500 de la carretera de Jerez a Chiclana), apareció a bordo de una moto renqueante por un camino de apeadero. Venía cantando sobre la Vespa, cantando desde un pasado muy remoto. Traía el pantalón color vino, con la raya perfecta en mitad de la pata y por arriba una chaqueta azul marino con botones dorados con relieve de ancla. Apareció de la nada por los caminos. Y si no recuerdo mal, el casco era de buzo. Hace casi 20 años que vive con la bailaora japonesa Kanako Ikeda, hija de un médico nipón. Se conocieron en Tokio. Ella tiene título en dos carreras y trabajaba en televisión. Él iba esparciendo por la vida su atavismo sin doma. Ella cultiva un té exquisito con semillas del Monte Fuji. Él coge con la mano desnuda higos de una chumbera.
Agujetas no responde exactamente al perfil del cantaor gitano. Mejor: no responde a ningún molde concreto. «Yo hago subir la nedralina porque soy único». Pues eso. Es uno de esos seres inexplicables cuya existencia desmocha fieramente el árbol de la raza.
Habla saltando de grito en grito. Con frases explosivas, duras como el pedernal. Es un cruce de hombre en estado puro y martillo de herejes, con 30 litros de sangre gitana en cada gañido.
Áspero. Honesto. Imprevisible. Se tiene a sí mismo de amuleto. Algunas fuentes consultadas, poetas sureños y palmeros de a pie, lo sitúan últimamente en las cercanías de Rota, donde pasea vestido de impecable y seguido por dos o tres satélites que orbitan a su alrededor sumando un punto bufo a la condición del paseíto.
En Rota lo han celebrado este año anclando en una rotonda un adefesio en bronce de los de tomar medidas cautelares. Pretende ser el retrato de Manuel Agujetas en el trance de un cante. El resultado es una gárgola de Notre Dame asustada de sí misma. Nada que ver con la metafísica espectacular y sabia de este hombre inexplicable.
Mañana:
Perico Fernández