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Un mito aprovechado

Querido J:

La otra noche intervino el ex presidente Aznar en la televisión y aún sigue ahí. La síntesis de los comentarios es que vuelve el Español y el Hombre. Me ocuparé de lo primero, por accesible. Y espero que por última vez.

José María Aznar gobernó entre los años 1996 y 2004. Dos legislaturas. La primera con el apoyo de CiU y la segunda con mayoría absoluta. Su política fue favorable a todos los nacionalismos, desde el gallego al catalán, pasando por el vasco. En la entrevista fue preguntado por la situación creada por el Gobierno de Artur Mas. Respondió con una sentencia contundente: el Estado ya no tiene instrumentos que garanticen la cohesión territorial.

Puede que tenga razón. Sin embargo me sorprendió que no aludiera, en tono autocrítico, a lo que hizo su presidencia para que este instrumental se debilitara. Esta relación, por ejemplo, de siete hechos, obviamente no exhaustiva, se refieren sólo a Cataluña. Es ahí donde se ha producido el reto. Y es también donde en 1996 se firmó el llamado Pacto del Majestic, vértebra de la política autonómica de Aznar.

1.- Aznar hizo que el porcentaje del IVA y el IRPF transferido a las comunidades autónomas pasara del 0% y el 15% al 35% y al 33%, respectivamente. Y se cedió el 40% de los impuestos especiales.

2. Aznar no llevó al Tribunal Constitucional la ley catalana que preveía sanciones lingüísticas e impidió que el Defensor del Pueblo lo hiciera.

3. Aznar retiró competencias vitales a la Guardia Civil en beneficio de los Mossos d’Esquadra.

4. Aznar eliminó el servicio militar mediante un pacto parlamentario con CiU.

5. Aznar acabó con la figura del gobernador civil.

6. Aznar impidió que el Partido Popular desarrollara en Cataluña una política beligerante contra el nacionalismo.

7. Aznar acordó la entrega –excepcional– a la Generalitat de varios canales de TDT.

Puede discutirse el acierto o la necesidad de cada uno de estos siete apartados. Pero es difícil sostener que hayan favorecido la cohesión territorial. Y eso por no hablar de las medidas que no tomó: por ejemplo, la de tratar de fijar unos contenidos educativos comunes (se empeñó sin mayor éxito Esperanza Aguirre con su famosa y frustrada reforma de las Humanidades) o garantizar la enseñanza en español como, al fin y al cabo, y a trancas y barrancas, está haciendo el laborioso ministro Wert.

Al margen de la cohesión, su política fue amable y fértil con el Gobierno de Cataluña. No sólo es que dijera, sin rastro de ironía, que hablaba el catalán en la intimidad. Es que, en las cosas tangibles, facilitó la ampliación de puerto y aeropuerto, introdujo la continuidad del AVE, desvió el río Francolí e inició el desdoblamiento de la N-II a su paso por Gerona. En realidad, a lo único que se negó fue a transferir el aeropuerto: al parecer, por la cuestión simbólica de que los viajeros debían seguir aterrizando en España.

La respuesta del nacionalismo a su amabilidad es conocida. Se negó por tres veces a entrar en el Gobierno, a pesar de que Duran Lleida era favorable a hacerlo. Y, sobre todo, consiguió disfrazar de manera perversa esta política favorable.

Para ello, el nacionalismo aprovechó algunas minucias intrascendentes, pero llamativas. Unas declaraciones de Miguel Ángel Rodríguez sobre los torneos de canicas que disputarían las selecciones autonómicas. O la colocación de la importante bandera española en la plaza de Colón, gallardón. Y aprovechó, sobre todo, el bajonazo que la Guerra de Irak provocó en la imagen de Aznar para encasquetarle una beligerancia añadida contra Cataluña: empezó a decir, sin rebozo y sin vergüenza, as usual, que el aznarismo era una fábrica de independentistas.

Cuajó.

Lo puramente maravilloso es que nuestro Aznar de hoy se identifica gustosamente con el traje de fuerza que le han cosido los nacionalistas. Es decir, ha renunciado por puro interés mitológico a los hechos que protagonizó y que constan, porque las mentiras de los enemigos le son hoy más útiles que las verdades, escasamente épicas, de los compañeros.

Para que semejante aparato mitológico se deshaga basta, sin embargo, que se proyecte la luz, y durante pocos segundos. De hecho, el mito no llegó indemne ni al final de la propia entrevista, cuando Victoria Prego se abrió paso entre sus declamaciones melancólicas de «¡Más España!» y le urgió a comportarse como un gobernante:

– ¿Recuperaría o no las transferencias?, le insistió después de que por dos veces le hubiese dado largas cambiadas.

– ¿Haría que el Estado tuviese los instrumentos suficientes para garantizar la cohesión social, la cohesión territorial y la cohesión de solidaridad entre todos los españoles? ¿Con todas sus consecuencias?

A lomos de su enfática indefinición regresó el Aznar veraz. Es decir, el hombre que, dada la remota hipótesis de volver a ser, no se atrevería a recuperar las competencias del Estado. Asunto explicable, ciertamente, porque significaría no solo arrancárselas a Cataluña, sino también a él y a su pasado.

Sigue con salud

A.