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Últimas tardes con Mou

Las mocitas madrileñas se han puesto minifalda para joder al telediario, que les ha puesto dos rombos en los muslitos morenos, y bajan hoy descocadas a ver a su Madrid, que es el equipo de las citas locas, el champán francés y Xabi Alonso. Son las últimas tardes con ‘Mou’, alegres como sauces. Mou se va al Chelsea, se lo ha dicho al presidente y lo ha hecho con todo el dolor de su corazón, porque él intuye que el Madrid es el cielo, exigencias infernales incluidas, pero la familia no aguanta más y ha pedido volver a Londres. El amor de una mujer es tan grande como cambiar a España por Inglaterra; ¡bueno!, el de algunas mujeres, pero Mourinho está enamorado, como cualquier hombre de orden.

Mou se va; se ofrece Jupp, el Madrid va a por Ancelotti y tiene en la recámara a Vilas-Boas. Voy a sonar hasta yo. Al borde del precipicio, con el vestuario en pleno cancán y el estadio rodeado de minas antiguas, de las que explotan si las observas, el Madrid llega a la final de Copa como a cualquier partido intrascendente de Liga: jugándose la existencia. No gana nada si levanta el título, que a ojos del politburó mediático es casi una afrenta y una vergüenza nacional que servirá en el futuro para manchar currículos, y se debatirá sobre la continuidad de la especie si el Atlético da el sorpasso y clausura 14 años de lujuria.

A lo lejos se intuye Marcelo, que es un hombre sin certezas y el cuerpo extraño que más añoró el Madrid en los partidos importantes, pues sube la banda como un hombre sin futuro. Reaparece Ramos, se perfila Albiol, emerge Arbeloa y pulula Pepe, ahora favorito de la tertulia: dentro de poco de aquellas patadas tendrá la culpa Casquero. La defensa del Madrid será capote de Falcao, experto en finales y cornadas. Falcao se llama Radamel, que es bautizo para un jugador del Madrid, o eso dicen las bases del concurso de servilletas de Florentino (Florentino lleva servilletas en el bolsillo como Machado los pitillos apagados) pero el club sondea otros nueves, más para acompañar a Benzema que a Higuaín.

El Madrid quiere una transición tranquila; por tanto será escandalosa. Pretender fichar a un entrenador en el Bernabéu con normalidad es como acostarse en secreto con Carlota en el Baile de la Rosa. Habrá desempeño decimonónico para rellenar el hueco de Mou. Pocos entrenadores han unido tanto al madridismo como él, cerrados en torno a la idea de un club soberano que no atiende a amenazas de chichinabo ni influencias marujonas; pocos, también, han reunido con tanta alegría al antimadridismo, donde la única discrepancia ha estado entre adscribirlo al fascismo italiano o el nacionalsocialismo alemán. Lo que pasa es que en España, donde se le acaba de llamar nazi a su intelectual más arriesgado y brillante, Arcadi Espada, ese insulto tiene cierta categoría. Antes tenían que llamarte facha para ser alguien; ahora ha crecido la exigencia. Pronto nos empezarán a llamar a todos directamente mourinhistas.

Sobre el campo habrá espectáculo, como en cualquier recinto lleno de atléticos; es entrar un atlético en una iglesia y ponerse los de la catequesis a jugar a la ruleta rusa. Son impredecibles y alocados, y aunque el madridismo de Madrid los tiene enfilados, los de provincias entendemos su ser. Es la del Atlético una afición prodigiosa que merece una derrota con honor, en caso de que sea indispensable. Maneja el equipo un conductor de metales, Cholo Simeone, y tiene entre sus filas a Arda Turan, un turco fino con el que pasé dos años en el Newcastle del Pro cuando no lo conocía nadie; Arda es un fichaje de mi secretario técnico, un fulano de Konami. A un otomano musculoso fue Camba a masajearse cuando paró en Constantinopla; tras exprimirle el cuerpo y sacarle todo el sudor, el gallego comenzó a ver de pronto una sustancia viscosa y negra que le brotaba de los poros.

-¿Y esto qué es?

-El cristianismo.

Mou no se va; nos lo están sacando.