• Independentismo
  • Sala de columnas
  • Arcadi Espada

Un español de Cataluña

Querido J:

Un grave error de la televisión y la radio pública española es no prestar atención directa a los grandes acontecimientos del debate independentista en Cataluña. Es un grave error, por ejemplo, que ni Televisión Española ni Radio Nacional hayan retransmitido en directo la última sesión parlamentaria, el pasado miércoles, donde a propósito de un nuevo trámite, y coincidiendo con la decisión del Constitucional de suspender la declaración independentista aprobada en enero, los diputados catalanes volvieron a debatir sobre la ruta emprendida por el presidente Mas. Lo que está sucediendo en las instituciones catalanas no es un asunto local y propio, sino que afecta a todos los españoles, aunque, justamente, la estrategia independentista no admita más jurisdicción moral, política o televisiva que la propia. Tal vez sean el resto de los españoles, además, los únicos capacitados para descifrar hasta dónde ha llegado la quiebra del sentido en Cataluña. Los extranjeros no podrían hacerlo sin una inmersión previa y no precisamente superficial. En cuanto a los catalanes, hablarles del sentido de todo esto es como si a un pez le gritasen ¡fuego!: el pobrecito catalán de mi tiempo sólo ha visto agua. Únicamente los españoles, en realidad, pueden apreciar la deriva orwelliana a la que se refería ayer este periódico donde te echo las cartas.

Hay una razón más. De asistir a estas contiendas tendrían la satisfacción de observar el ejercicio de un español defendiendo el Estado de Derecho en tierra extraña. Extraña, obviamente, respecto al Estado y al Derecho. Un español defendiendo el Estado de Derecho no es una novedad absoluta. Pero hay poca costumbre, admítemelo. El español es el diputado de C’s Albert Rivera. Más de una vez hemos comentado sus errores. Es el momento de que comentemos su plenitud. Rivera lleva tres o cuatro discursos memorables en el Parlamento a propósito de la deriva independentista. Cada vez más libres, más agudos, más cargados de intención y hasta de humor seco. Estos discursos no están hechos ni desde la izquierda ni desde la derecha ni desde el patriotismo. Están hechos desde una madurez democrática rara en España.

Los argumentos más importantes de Rivera no son los que dirige contra Esquerra Republicana. Desde el punto de vista argumental, Esquerra no tiene ninguna necesidad ni importancia. Ese partido tiene una secretaria general, Rovira, que ya explicó hace tiempo en 40 inolvidables segundos cómo iba a financiarse la independencia de Cataluña y su última aportación ha consistido en explicar cómo los diputados deben estar por encima de las leyes que promulgan. Poca importancia, simple carne mortal de El manicomio catalán, al que acaba de poner camisa de fuerza Ramón de España. Tampoco la interacción de Rivera con el presidente Mas es la fundamental. Aunque le haya impedido utilizar desde el primer día la miserable estrategia pujolista de poner en fuera de juego a sus adversarios verdaderos. Lo más importante es el diálogo que Rivera mantiene con la izquierda y la derecha catalanas. Es extraordinario, si se piensa, pero Rivera le ha quitado a la izquierda la razón.

Vale la pena observar, ya que no puede ser en la televisión pública, que sea en youtube, el malestar puramente físico con que el diputado Joan Herrera iba encajando su discurso del miércoles. Es natural. Rivera le hablaba con sus propias palabras, con la lógica de un hombre de izquierdas antes de ser triturado por el mito nacionalista. A Herrera parecían venirle bascas, como cada vez que un recuerdo cubre de vergüenza lo que hoy somos. El mismo patetismo, aunque incluso más ridículo, inspiraba la reacción del diputado socialista Lucena. Hay unos planos memorables, ¡velos!, en que Lucena hace aspavientos ante los argumentos implacables de Rivera. Va como diciendo: son míos, son míos. Bah. Uno que llora desde el escaño lo que no supo defender en la tribuna.

Si a la izquierda le ha quitado la razón a la derecha le ha quitado España. Aún es más extraordinario. Todo lo que la derecha de Sánchez Camacho dice de España es polvoriento o mero oportunismo retórico. Y si alguna vez acierta sinceramente en algo no tarda en quedar desmentido por los hechos, como en aquel cuarto de hora inolvidable, previo al inicio de la deriva independentista, cuando la señora Sánchez Camacho alardeaba orgullosamente de haber pactado con el presidente Mas.

La España de Rivera tiene una virtud básica: no acude lejos para fundamentarse. Ni Isabel ni Fernando ni Guerra Civil. Sólo el año de gracia de 1977 cuando la democracia española nació y Albert Rivera Díaz tenía dos años. Es su horizonte. Está bien. Nunca le he visto juguetear con la transición ni conspirar cansinamente contra ella, como tanto gaseoso unamunillo. Propone reformas, como es natural: concretas, acotadas, identificables. Es el más joven de los políticos españoles, el único que se ha mostrado desnudo y, paradójicamente, es el menos adán. No sólo en el sentido adánico; también en ése de descuidado y jaragán que mi temible abuela María Pérez utilizaba como nadie.

Lo que quería decirte, en fin, es que los trabajos más limpios a favor de una España razonable, que la primera línea de defensa de una moderna nación de ciudadanos, ajena a la democracia estamental del nacionalismo, está trazándola el diputado Rivera en un territorio chuleado por el mito. Y que es pena grande que el resto de los españoles no acaben de tener conciencia clara del valor, incluso estético, que está teniendo su experiencia.

Sigue con salud.

A.