Pregunta.– ¿La crisis que padecemos en España es también ética?
Respuesta.– Sí. En España la crisis tiene otro fondo: la clave está en que nosotros nunca hemos reconocido lo público, no le tenemos ningún respeto. Pero no es una carencia que venga ni de la democracia ni de la dictadura. Esa conquista no la hemos hecho los españoles. Ni siquiera nos hemos propuesto hacerla.
P.– ¿A qué se refiere cuando habla de «lo público»?
R.–A los valores comunes y compartidos, que deben regir lo público. Los consensos son los únicos caminos que pueden proponerse en una política democrática. Los disensos sirven para tenerlos en cuenta, pero no ayudan a las democracias. Deben existir, pero en España no sabemos ni siquiera soportarlos. Aquí los disensos se convierten en enemistades, en polémicas y en descrédito del adversario. Una cosa que ha fallado en nuestra democracia es, por ejemplo, la política de oposición.
P.– ¿De cualquier oposición?
R.– Sí, hablo en general. En España lo que se busca es desacreditar al que se tiene delante, pero nadie quiere abordar la cuestión discutida. Ése es un defecto claro del partidismo. La partitocracia ha arruinado el proyecto nacional y no ha consentido que venga la democracia.
P.–Ésa es una acusación durísima a la estructura de partidos.
R.– El caciquismo que padecemos no es del siglo XX, es muy anterior. Pero, a día de hoy, no lo hemos vencido. El señor que llega a diputado y tiene cargos en el Gobierno se dedica a hacer cosas que le convienen a él, no las que le convienen al pueblo. Los políticos en España tienen un ejercicio de mando oculto, un mando que está fuera del sistema. Los casos son infinitos.
P.–¿Por ejemplo?
R.–Por ejemplo, esto de Bárcenas y otros muchos escándalos. Pero no es que nos hayamos corrompido en los últimos años. Es que nunca hemos llegado a tener limpieza. Tampoco hemos conseguido tener nunca un juicio sereno sobre las opiniones del adversario.
P.–¿Dice que los partidos no han evolucionado democráticamente?
R.–No lo han hecho. Ésa es nuestra parte más débil. La democracia española no tiene una auténtica ley de partidos porque nunca se quiso hacer. Miquel Roca luchó por conseguirla, pero no la querían. Ninguno quería. Como no les interesaron tampoco las listas abiertas.
>DEMOCRACIA
P.– Bueno, en España existe desde 2002 una llamada Ley de Partidos, pero no es ésa de la que usted habla.
R.– No, esa ley de 2002 se hizo para impedir la legalización de Batasuna. Yo me refiero a una ley de régimen interno de los partidos, que existe en otras naciones y con la que se vigila el nivel de democracia interna. Ésa es una ley absolutamente necesaria en España y mucho más en el momento actual. Y aquí todavía no se ha hecho. Yo he preguntado muchas veces a los constitucionalistas y me han dicho que no hay la menor voluntad de hacerla.
P.– ¿Por qué?
R.– Porque meter la disciplina dentro de una ley de partidos, hacer democrático a un partido, es ya ir al corazón de la democracia y no quieren. La Constitución dice que los partidos son democráticos en su régimen interno, pero no es así. El presidente de un partido grande en España es un dictador: puede hundir fácilmente a cualquier militante. Le basta, cuando le lleguen las listas de candidatos, con ponerlo en el sitio donde no va a salir. Y no tiene que dar cuentas a nadie. En cambio, puede poner a quien quiera en el mejor lugar. Hay que ver cómo se apetecen los primeros puestos, que son como premios que el líder del partido va repartiendo. ¡Si es que eso es inconcebible! Eso en Alemania, por ejemplo, escandaliza muchísimo.
P.– ¿Qué es lo que escandaliza?
R.– Pues ese régimen totalitario que rige en los partidos españoles, esos poderes del presidente o del secretario general, que deciden quién se queda dentro y quién fuera.
P.–¿Percibe en ellos algún tipo de voluntad para modificar esto?
R.–Hombre, reconocerlo sí lo reconocen. Dicen que es necesario, pero nadie lo hace. No les conviene. Yo he discutido mucho con ellos sobre este tema. El que está gobernando quiere mandar él y no quiere dar espacio a los otros. No se fía.
P.–Le parece a usted excesivo ese grado de disciplina interna.
R.– Sólo hay que ver cómo son las sesiones en el Congreso, que se hacen todas votando según la seña que hace el secretario del grupo. Esto es inconcebible. ¡No se admite la discrepancia en una votación de un miembro de un partido! Si fueran demócratas, podrían discrepar perfectamente. Podrían incluso decidir democráticamente antes de la votación. Pero no, aquí lo que se impone siempre es la opinión del jefe.
P.– Algo habría que hacer, porque la confianza de la opinión pública en ellos se está despeñando.
R.–Mire, yo llevo 30 años con el mismo discurso y he hablado con los jefes de todos los partidos. Con IU no tengo ahora tanta relación, pero con Carrillo tuve muchísima. Y Carrillo decía: «No nos conviene, tal como están los españoles, ésa es una cosa que no se puede hacer». Y no le digo nada de Manuel Fraga, que el día que se lo dije casi me echa de la comida en la que estábamos. Todo el mundo lo evitaba, pero todos, ¿eh?
>CORRUPCIÓN
P.– ¿Cree que eso perjudica la salud del sistema?
R.– Creo que sí, que esa situación es la culpable de que no haya aparecido nunca la verdadera democracia en el Parlamento ni en la vida pública española. Mire, cuando uno va a Alemania o a Francia y dice que en España no hay ley de partidos, te dicen: «Ah, claro, así les va a ustedes».
P.–¿Y cree también que ahí está el origen de la corrupción en el ámbito de la vida pública?
R.– No, porque la corrupción pública en España no es un vicio que nos haya entrado ahora. Es que nunca ha habido valores éticos públicos y reconocidos. Los ha impuesto la religión y los han exigido los obispos, aunque lo han hecho bastante mal. Pero la realidad es que aquí lo público no es de nadie. Y nadie lo ha entendido nunca. El hecho es que seguimos teniendo un país en el que los poderes fácticos siguen diciendo cómo tienen que ser las cosas.
P.–En otro tiempo, con eso de «los poderes fácticos» se señalaba a los militares.
R.– ¡Ah, no, no! El Ejército ha sido precisamente la institución más impecable de toda la historia de la democracia, la que mejor ejemplo ha dado. Pero quienes hicieron la Transición sabían de sobra que transformar una dictadura en una democracia no consistía sólo en cambiar las instituciones, que también había que imbuir a la gente de cómo funcionan las libertades y los derechos. Los derechos democráticos son todos, pero tienen que desarrollarse dentro de un marco legal. Y fíjese ahora en los catalanes, que dicen que tienen derecho a decidir. Será dentro de un marco legal, ¿no? Porque, si cada uno decide lo que quiere y como quiere, no hay ni Gobierno ni un sistema político de convivencia.
P.– ¿Qué le parece la pretensión de los nacionalistas de llevar a Cataluña a la independencia?
R.– La cuestión del encaje de Cataluña en el resto de España, que se ha hecho cada vez más compleja, ha conquistado a mucha gente que no sabe ni siquiera qué es la independencia. La palabra independencia es absolutamente anacrónica en Europa porque Europa es un conjunto de países soberanos cada vez más dependientes. Pero aquí no, aquí es al contrario: resolvamos un problema muy complejo con un pensamiento cada vez más simple: «Se ha terminado, nos hacemos independientes y ya está». ¡Más simple no puede ser!
P.– ¿Cuál debería ser la respuesta del Estado ante una hipotética convocatoria de referéndum?
R.– ¡Si es que no se puede hacer un referéndum, si es que es una tontería! La Constitución dice quién tiene la potestad de convocar en España los referendos, está muy claro. Ellos dicen: «Yo tengo derecho a decidir porque soy un ciudadano». Tú tienes un derecho democrático, pero dentro de un marco legal. Y no hay marco legal para decidir eso. Pues se acabó, no puedes hacerlo.
P.– Entonces, ¿qué hacemos?
R.–Cambiar la Constitución.
P.–¿En el sentido en que los independentistas pidan?
R.– No, no, en el sentido en que diga el Parlamento, claro. Ellos tienen que ir al Parlamento a pedir que se cambie la Constitución, y ellos saben muy bien cómo se hace, y saben que no es Rajoy quien puede cambiarla.
P.– ¿A qué están jugando?
R.– Están jugando al niño travieso que dice: «¡Me voy de casa!» Pero no pueden. No encuentran ni encontrarán ninguna institución en Europa que les pueda reconocer nada.
P.– ¿Tiene arreglo esto?
R.–Mire, yo promoví aquí [en la Fundación Encuentro], a instancias de Pujol, una comisión de cinco constitucionalistas catalanes y cinco no catalanes. Todos gentes con autoridad. Se trataba de hacer un documento para llegar a un punto común. Bueno, pues yo tengo el papel de los catalanes y el de los otros... y no tienen nada que ver. El papel de unos dice que se financie mejor a Cataluña y, a la larga, se modifique la Constitución, pero que se olviden de la consulta, porque la consulta no se puede hacer. Y el papel de los catalanes dice que se cambie la Constitución inmediatamente.
P.– Estos días se habla mucho de pactos. ¿Usted ve espacio para eso?
R.–De lo que se habla es de que la oposición y el Gobierno se pongan de acuerdo en cosas como la lucha contra el desempleo. Pero lo que necesita España es otra cosa: un pacto histórico, capaz de superar los cambios de legislatura y los cambios de gobierno. Porque hay que decir que, siempre que se reúnen para intentar pactar, a lo que van es a hacer una gestión de sus intereses. Y la verdadera gestión debe ser de objetivos. Cuando no se ponen de acuerdo para nombrar a un magistrado del Constitucional es porque cada uno está mirando por su interés de partido, pero no están buscando el objetivo: qué es lo mejor para el TC y qué es lo que le conviene al país.
P.–¿Cree que los españoles se están alejando de la cosa pública?
R.– No sé si es posible alejarse más porque no hemos estado nunca cerca. Hay, por ejemplo, un valor de respeto a la cosa pública que es cumplir con las obligaciones tributarias. Y yo todavía estoy esperando a que salga el episcopado español a decir que hay que pagar los impuestos.
P.–¿Le parece que la jerarquía eclesiástica española no ejerce la influencia adecuada sobre la sociedad?
R.– Los obispos ejercen mucho poder, sí. Pero la religión ha estado ocupando un poder político y social que no le corresponde. La Iglesia no tiene que tener ningún poder, no debe ser un elemento de gobierno, sino un elemento de caridad.
P.–Bueno, ahí está Cáritas.
R.– Claro que sí, pero Cáritas no es la Iglesia ¿eh? ¡Los de Cáritas tienen que soportar a la Iglesia! A Cáritas no le gusta nada que estén los obispos mandando allí. Ellos se han ganado muchas veces el prestigio que tienen desobedeciendo a los obispos. Hay muchas monjas, curas, ONG y organizaciones que están haciendo un servicio real a la sociedad. Pero no mandando a la sociedad. Ésa es la Iglesia verdadera.
>ACOSOS
P.– ¿Qué le parecen las protestas en la calle, los asaltos al Congreso y los acosos a políticos?
R.– Los veo como irremediables, pero no me gustan nada en absoluto. Indican que las cosas van mal, que no van por sus cauces. Lo que estamos viendo son gentes que aborrecen del Parlamento y de quienes hacen las leyes. ¿Y qué quieren, irse ellos solos a hacer las leyes? Pero, además, eso indica que se han desprestigiado las instituciones. Son el síntoma de un cansancio ciudadano. La gente ya no cree en nada.
P.–¿Qué nos falta?
R.–Nos faltan demócratas. Aranguren murió diciendo: aquí hay mucha democracia pero sin demócratas. No se puede hacer una democracia sin demócratas, y para eso hay que tener, compartir y respetar unos valores que no tenemos. Yo sigo caminando como un peregrino por el desierto, a ver si me encuentro con un demócrata y hacemos una democracia en un oasis.
P.–¿También nos faltan líderes?
R.– Las grandes fundaciones que gastan el dinero público para formar a los mandos del partido tendrían que funcionar de verdad. En Alemania o en Francia hay instituciones que forman a las élites políticas, a los candidatos. Pero aquí no. Aquí los candidatos son los que tienen más recomendación, los que buscan ayudas dentro de su partido para llegar hasta el primer puesto, o los que prometen más cosas y son más amigos del jefe anterior. Cosas así. Y el pueblo, como está acostumbrado a ser liderado por ese tipo de políticos, pues lo acepta. Tampoco ha tenido otra cosa donde escoger. Está clarísimo: no hay una voluntad sincera de hacer democracia.