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Si se tambalea el Rey, se tambalea la Constitución

El Rey y los Príncipes, presidiendo el desfile del Día de la Fiesta Nacional. / JAVIER BARBANCHO

Pensemos sobre todo en nosotros y en lo que nos conviene como ciudadanos y como país. Pensemos en eso mucho antes de repetir el reconocimiento de lo que la Historia reciente de España le debe al ReyJuanCarlos y antes de considerar lo que le conviene a él, a sus descendientes y a la propia institución monárquica. Pensemos en España antes que en la Corona, por decirlo con cierta grosería.

Y, desde esa posición, es imposible no constatar que la imagen del Rey ha sufrido en los últimos tiempos un deterioro imparable entre la población española sometida al límite de su supervivencia, harta de sacrificios, enfurecida por los clamorosos abusos de sus gobernantes y definitivamente indignada ante la aparición, en el círculo íntimo del Rey, de un personaje desconocido hasta hace nada por el gran público pero de la que ahora sabemos que influye en el Monarca, da sentido y color a su vida y de la que fuentes solventes aseguran que ha obtenido millonarios beneficios económicos por gestiones comerciales de ámbito internacional que el Gobierno niega rotundamente haberle encargado.

Por eso, por el deterioro evidente de su prestigio y popularidad, está en marcha una importante corriente de opinión sustentada por personas serias, sólidas, prestigiosas y leales a su país y a su Rey, que le piden respetuosamente que abdique en su hijo. No se trata sólo de una propuesta espontánea, aunque quizá también. Es un proyecto, un plan, conocido por responsables de altas instituciones del Estado. Un plan que puede tener éxito o no tenerlo, pero que de ningún modo es escandaloso ni debe mover a la sospecha de maniobras oscuras. Maniobra, puede que sí, pero clara como el agua clara.

El objeto de esta petición es que la Corona, que ahora mismo es objeto de rechazo por una aplastante proporción de jóvenes -que ni han vivido la Transición ni se sienten deudores de ella ni de sus protagonistas, y tienen razón-, salga reforzada porque el Príncipe de Asturias es un muy digno heredero, de trayectoria personal impecable y que cuenta en estos momentos con mucho más apoyo popular que su padre.

Ya sabemos todos que en el siglo XXI las monarquías no se sostienen bajo las coronas por mandato divino, sino porque cuentan con el respaldo de su pueblo. Sólo por eso. Y lo que buscan quienes piden la abdicación del Rey es justamente recuperar ese respaldo. Tratan de evitar que la Institución acabe tambaleándose de manera peligrosa y con gravísimas consecuencias además, porque, en nuestro país, si se tambalea la Monarquía se tambalea nada menos que la Constitución. Y, con la Constitución, se tambalea el país entero con todos los españoles dentro.

Lo que pasa es hay un nuevo y enorme peligro en todo eso. O muchos peligros, todavía no está claro. Y es que en estos días han empezado a aparecer en medios editoriales informaciones que apuntan directamente a la Princesa de Asturias, y que involucran de forma indirecta a su marido, Felipe de Borbón. Son datos claramente atentatorios contra su intimidad y que buscan someterla, a ella y al Príncipe, al juicio o al escarnio públicos.

Pero, desgraciadamente, no sólo está eso: no descartemos de ninguna manera que esta nueva línea de crítica, vendetta, intolerable agresión o como quiera calificarse lo sucedido, tenga continuación por otras vías y con otras fórmulas. Y, en este caso preciso, sí que se hace imposible pensar que lo sucedido o lo que haya de suceder se esté produciendo de manera espontánea e incontrolada o sin el conocimiento de quienes tienen la obligación de estar al tanto de todo lo que se mueve en torno a las altas figuras del Estado.

Sin embargo, nos encontramos a estas alturas con que bajo el amparo de la Constitución sólo está el Rey. Fuera del Rey, los demás miembros de esa Familia están constitucionalmente a la intemperie porque en esta España desidiosa nadie se ha ocupado en los últimos 35 años de elaborar una ley orgánica que regule el papel, las funciones y el fuero de, por lo menos, el heredero de la Corona, su cónyuge y sus descendientes.

Y, en estas condiciones, y con estas perspectivas de ningún modo inventadas, imaginemos que el Rey hace saber que considera la posibilidad de abdicar y, al mismo tiempo, el Príncipe pasa a estar también bajo el foco crítico y descarnado de la opinión pública, víctima de rumores o informaciones descalificatorias sobre su esposa o, como efecto derivado, sobre él mismo. Y daría igual que esos datos fueran ciertos o falsos, porque su efecto sobre el pueblo español sería en todo caso vitriólico. Y entonces podríamos encontrarnos con un escenario en el que resultaría que el padre no, pero el hijo quizá tampoco.

Hay que repetirlo: si la Monarquía se tambalea, se tambalea la Constitución, se tambalea nuestro edificio jurídico-político y, con él, nuestro futuro, ya destrozado por una dramática crisis económica y social a la que hay que sumar la amenaza secesionista que palpamos cada día. Un escenario de desastre.

Por todo eso, pensemos antes en nosotros y en lo que nos conviene como país. En España antes que en la Corona. Por todo eso, el Rey no debe de ninguna manera abdicar. Ahora, no. No en estas circunstancias.

victoria.prego@elmundo.es