• Sala de columnas
  • Manuel Jabois

Cuando tontos, tontos

UNA de las razones por las que a mí nunca me verán en los juzgados por asuntos de dinero es porque me costaría muchísimo hacerme el ingenuo. Menos que serlo, ciertamente. Pero uno tiene su vanidad. Quiero decir que no podría pasar delante de todo el país como un sujetavelas de mi propia empresa, ni admitir que mi socio me la jugaba ni considerar que no me enteraba de nada, como si yo ahí dentro hubiese sido el botones tonto. Sin embargo la conducta se repite siempre ante el juez; primero uno se aprovisiona de gran autoestima para presentarse ante la sociedad como un próspero hombre de negocios con palacete urbano, y acaba recorriendo el camino inverso sin importarle el qué dirán. Uno podría decirse: «¿Pero no se presentaba como responsable de todo? ¡Si era el camarero!». No le compro el trago a Urdangarin, ni a otros imputados que recorren los juzgados estos años a la manera del capo Manolo Charlín, que dirigía el desembarco de toneladas de hachís y cuando lo llevaban a comisaría se calaba la boina y decía que lo suyo eran las vacas. Había tanto desparpajo en Charlín que resultaba simpático, con sus gafas de Junior Soprano. Los balbuceos de ahora y el desconocimiento general de lo que pasaba en el propio matrimonio, sin ser nuevos, son lastimosos. Se podrá aducir que la ingenuidad es una manera torticera de llegar más rápido al objetivo, que es la reducción de la condena, pero hay que tener suficiente temperamento. Todo conduce a la pose. La pose al fin y al cabo es la que provocó el delito y con pose se aspira a no dejar rastro de él. En el fondo el sedimento tradicional de la corrupción es el todo vale, incluidos los orgullos personales. Para apuntalarlos en el negocio en síntesis pija y para batirlos en retirada. Cuando listos, listos; cuando tontos, tontos. Y al final no se sabe si fingen ahora o es que fingían antes.