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  • David Gistau

Quédese, señor Rubalcaba

Un perro policía en las escaleras del hemiciclo, ayer antes del Pleno. / GETTY

Las obras del Parlamento provocaron cierto desorden a la entrada del hemiciclo, en el corredor de los fumadores. La montonera de camarógrafos no sabía por dónde iban a acceder los protagonistas del debate, si por la Carrera o por Zorrilla, e iban de un lado a otro, persiguiendo diputados, con una sensación de tumulto a la que sólo le faltaba la música de Benny Hill. Los colaboradores del presidente insistían en que Rajoy acudía muy motivado. Como si en este espacio en el que acostumbra a dar una buena medida de sí, más enérgica que el retraimiento con el que gestiona su relación con los periodistas, Rajoy pudiera dar brío a una legislatura que en 14 meses ha sufrido un severo desgaste. Esta expectativa era contraria a la de aquéllos que auguraban el colapso de un presidente demasiado cercado por el descontento social y por las dentelladas de la realidad.

Lo cierto es que Rajoy salió fortalecido del Debate, al menos en la percepción parlamentaria, que no tiene por qué apaciguar a la verdadera oposición, que es la de extramuros. Rubalcaba empezó el Debate ya neutralizado. No sólo por el escaso cuajo de su discurso, deshilvanado, pronunciado a arreones y demasiado inclinado a groseros hitos de la demagogia como el de la población española abocada a buscar su comida en los contenedores de basura o a escoger entre tratamiento médico o pollo; sino porque, y esto ahora es más evidente que nunca, el portavoz socialista está tan atrapado por su pasado reciente, son tan flagrantes las contradicciones entre lo que dice y lo que jamás hizo -«La memoria es la primera prófuga de la política», le espetó Rajoy-, que es una víctima fácil para cualquier contraataque que le afee el cinismo y la manipulación sentimental.

Tratándose, por otra parte, de un hombre al que se le supone el sentido de Estado, sorprendieron diagnósticos como el que ofreció para la cuestión catalana y la supuesta decepción posterior a la intervención del Tribunal Constitucional en el Estatuto: si alguien, vino a decir, incumple la Constitución, lo que hay que hacer es cambiar la Constitución a su gusto. Imaginen qué pasaría si se matizara con semejante flexibilidad el cumplimiento de la ley. En ese sentido, Rubalcaba fue cómplice de esa ola de relativización con la que el Estado abandona posiciones y se confiesa amedrentado por la bronca popular; lo que jamás se habría consentido a sí mismo como vicepresidente al que no conmovían los desahucios y que fue capaz de sacar el ejército para doblegar a los controladores aéreos.

En su apertura matinal, Rajoy tuvo una intervención bien construida. Es verdad que jamás logrará justificar las promesas electorales incumplidas, porque para ello sería necesario creerle que no sabía cuán honda era la crisis que se iba a encontrar, cuando basó toda su campaña en la descripción apocalíptica. Pero arrancó con un reconocimiento crudo del drama, sin atisbo de esas muestras de optimismo retórico a que nos tenía acostumbrados Zapatero. Intentó transmitir una imagen de determinación, encomendándose al blindaje de su mayoría. Y defendió las reformas presentando, a modo de aval, el reconocimiento de estados poderosos que hace un año no creían en España y pensaban que esta nación no tenía más opción que salir con las manos en alto a pedir el rescate total. En cuanto a la corrupción -«Me repugna»-, con el espectro de Bárcenas acechando, intentó desarmar a Rubalcaba describiéndola como un problema colectivo que afecta a todos y contra el que todos han de luchar por igual. La batería de medidas de control que propuso confirma que ni él confía en la condición humana, a la que hay que acotar.

En el turno de tarde, antes de las réplicas -que fueron más navajeras, como suele ocurrir-, Rubalcaba intentó centrar su discurso en aquellos asuntos más característicos del PP y, por tanto, desgajados de la ya mítica «herencia recibida»: la sanidad, la educación, la amnistía fiscal... Aun tratándose de críticas pertinentes, ahí fue cuando se excedió con el populismo, como si pretendiera discutirle a Ada Colau la jefatura de la oposición. Tanto fue así que Rajoy lo acusó de manejar como un patrimonio propio el dolor ajeno, el que ni siquiera supo evitar cuando gobernaba. Respecto de la corrupción, el presidente también reprochó a Rubalcaba tener «una contabilidad moral separada», a lo que el portavoz socialista replicó que al menos el PSOE había aprendido de sus sentencias por financiación irregular.

Para entonces, con Posada haciendo aspavientos para intentar mitigar el descontrol de los tiempos, ya estaban riñendo en un lodazal. Y lo más lacerante que escuchó Rubalcaba fue cuando Rajoy le dijo que no iba a pedirle la dimisión, no ya porque hay quien se la exige dentro de su propio partido, sino porque casi le conviene que perdure un líder de la oposición tan invalidado por las contradicciones. Del «Váyase, señor González», el PP ha pasado al «Quédese, señor Rubalcaba».