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  • David Gistau

Un aroma terminal

Hay algo desabrido en el tono de Rosa Díez que nos refresca el recuerdo de las regañinas de la adolescencia. Es oírla y activarse un reflejo pavloviano por el que me siento impulsado a terminar los deberes de matemáticas. Es una lástima, porque la estridencia a menudo opaca el contenido de unas intervenciones con las que Díez, ayer a cuenta de la corrupción y la falta de entusiasmo para combatirla, intenta destapar algunos vicios endogámicos de los que la vida política necesita purgarse.

Esta vez, Díez no cometió el error de referirse a los políticos en tercera persona, como si ella se hubiera dedicado a otra cosa las últimas décadas. Fuera de los partidos de poder, donde se presupone, el discurso institucional comienza a ser un acto de responsabilidad ante la debilidad del Parlamento, cuya bancada gubernamental ya no es capaz ni de aceptar debates pertinentes sin que parezca que claudica ante turbas de insultadores. Hay diputados ambiguos que juegan a estar al mismo tiempo en el escaño y en el nihilismo antiparlamentario. Los hay que, por parecerles ya poca cosa la mera disolución del Gobierno, declaran la liquidación del régimen y la apertura de una etapa constituyente en la que probablemente sea lícito fantasear incluso con el regreso a Estoril de la Monarquía.

Rubalcaba y Soraya Rodríguez apretaron al Gobierno con los casos Bárcenas y Sepúlveda. Acaso fuera la influencia papal lo que animara a Rubalcaba a exigir no la dimisión, sino la renuncia de Rajoy, no sólo por el embrollo del tesorero, sino por la destrucción de los «consensos sociales». Por segunda vez, Rajoy despachó a Rubalcaba acusándolo de hacer «papelones». Luego le negó cualquier «autoridad moral» para hablar de corrupción mientras no exponga sus cuentas. Fue significativo que la vicepresidenta, que estaba griposa, replicara con firmeza a Soraya Rodríguez acerca de las reformas económicas, amparándose incluso en el apoyo de Draghi. Pero que, en cambio, no hiciera la menor defensa del PP en el atolladero de lo sobrecogedor: eso es territorioGénova, marrón de Cospedal, y la vicepresidenta, enfrascada en Moncloa, no se va a desgastar ahí ni un ápice.

Eduardo Madina no suele prodigarse en las sesiones de control. Rara vez sube a profundidad del periscopio este político en pantalón vaquero del que, en los mentideros, muchas veces se ha esperado que asuma responsabilidades de nueva generación. Ayer protagonizó la pregunta que más posibilidades tenía de volverse abrupta, la primera de las planteadas a Ana Mato. Y lo hizo francamente bien. Elegante y comedido en el tono, primero hizo un relato minucioso de las consecuencias «antisociales» de las políticas de Sanidad. Y sólo al final hizo alusión a la compleja situación personal de Mato. La ministra empleó su intervención entera en defenderse a sí misma ante la Cámara, declarándose víctima de la difamación. Su bancada la arropó con un aplauso largo, sobreactuado. Este cronista, que no es tan veterano en el Parlamento, ya ha visto cómo estos aplausos y vítores de auxilio a veces se convierten en el homenaje de despedida. Bermejo, por ejemplo.