Arte / Exposición

Edouard Manet, el retratista de la modernidad

El pintor amigo de Baudelaire toma la Royal Academy de Londres

La mujer del sombrero nos mira como si la hubiéramos sorprendido con una cámara fotográfica mientras leía un libro. Está sentada junto a la estación de San Lázaro, con un perrillo durmiendo en su regazo y una niña de pie a su lado. La pequeña nos da la espalda y está mirando hacia la densa humareda que se forma al otro lado de la verja. Todo tiene un aire muy real, aunque hay algo que no termina de encajar…

La obra se titula El ferrocarril, pero ni la locomotora ni la vías del tren aparecen por ningún lado. Victorine Meurent, la modelo predilecta del último Manet, posó en realidad en el estudio del pintor. Al igual que la niña, Suzanne, hija del artista Alphonse Hirsch. A las dos decidió situarlas imaginariamente en uno de los enclaves más reconocibles del París del barón Haussmann. «¡No puedo hacer nada sin un modelo!», se quejaba Edouard Manet, eternamente rodeado de familiares y amigos que él mismo movía con la visión de un director de cine, eligiendo a conciencia un escenario. El lienzo en cuestión fue exhibido en el Salón de París en 1874 y provocó el despiste general entre los críticos: «¿Es un doble retrato o es un cuadro temático?». Las dos cosas al mismo tiempo. Algo inusual para su época, que fue también la de los impresionistas, precursores de aquello que Charles Baudelaire (retratado por el propio Manet en Música en el Jardín de las Tullerías) reivindicó en uno de sus ensayos más celebrados: «La vida moderna es lo único que merece ser pintado, porque es el contexto que mejor conoce y mejor comprende el artista».

Aquí tenemos pues El ferrocarril,Música en el Jardín de las Tullerías, El almuerzo y los retratos de Emile Zola, Antonin Proust y Berthe Morisot, reunidos por primera vez bajo el título Manet: Retratando la vida, en la exposición de la Royal Academy de Londres. «Manet se integra en su propio contexto y nos mira como uno más en su propio autorretrato, nunca exhibido antes de su muerte en 1883», nos recuerda Mary Anne Stevens, comisaria de la exposición. «Existe otro autorretrato más famoso de él con paleta, vendido en una subasta hace dos años por 22 millones de libras… pero en este cuadro nos mira no como un artista, sino como un integrante más de la vida moderna, sin nada que nos permita reconocer que estamos ante el propio artista, que inicia por cierto el debate sobre la obra acaba o inacabada».

«Manet pone al día a todos sus maestros, de Vermeer a Velázquez, y logra dar al arte del retrato una inmediatez que hasta entonces no tenía», señala Stevens. «Mucho se ha escrito de él como el pintor que inventó la modernidad, pero su faceta como retratista no había sido suficientemente explorada hasta ahora». Lawrence Nichols, experto en arte francés del siglo XIX, recuerda cómo el nacimiento de Manet (1832) coincidió prácticamente con la invención de la fotografía… «No llega al extremo de Degas, que se apoya técnicamente e incluso llega a hacer sus pinitos con el nuevo arte. Pero tenemos constancia de que está rodeado de fotos en su estudio, de su familia y de sus amigos, usados casi siempre como modelos en el estudio y trasplantados ocasionalmente a otros escenarios».

En El almuerzo (1868) vemos a su hijastro Léon, apoyado en una mesa y reclamando el primer plano. Léon esquiva sin embargo nuestra mirada, que se cruza como sin querer con los ojos tímidos de una camarera, con una jarra en su manos. Da la impresión de que el almuerzo, en cualquier caso, ya ha terminado, con el café y el puro en la mano del artista Ausguste Rousselin, sentado en un espacio intermedio y mirando hacia otro lado.

Como en el caso de El ferrocarril, Manet traslada a los modelos de su estudio a un restaurante que él mismo conoce y recrea. Los personajes están como fuera de lugar, como si no existiera un vínculo entre ellos. No hay una narrativa coherente en lo que vemos. Cualquiera es muy libre de establecer una relación entre los personajes o de desviar la mirada hacia lo que más le interese, de la copa medio llena de vino blanco al gato negro que simboliza a Baudelaire, que murió un año antes. Manet, al fin y al cabo, fue el flâneur de Baudelaire, el paseante de los bulevares, el artista moderno, la modernidad en sí misma, con su peculiar manera de andar, gesticular y mirar.

>Análisis de Carlos Fersneda.