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  • Carmen Rigalt

Del desencanto a la cólera

EN ALGUNAS épocas de mi vida he tenido relación con los políticos. No mucha, porque la política no me excita demasiado, y además sigo esa máxima según la cual los periodistas no debemos hacer amigos en los sitios donde nos buscamos la vida. Pura terapia preventiva. Yo no tengo amigos en los abrevaderos profesionales (y fuera de ellos casi que tampoco), pero al dedicarme a la crónica social y el frivoleo, he podido alternar con la clase política sin crearme problemas de conciencia.

Infinidad de veces se ha contado con cierto énfasis épico que durante la Transición, la dichosa Transición, políticos y periodistas fueron inseparables compañeros de viaje, cuando no de cama, y juntos compusieron suculentas páginas de la Historia de España. Era la conquista de la libertad y hasta los aspectos más prosaicos tenían un aire luminoso. Si la crónica de la Transición la hubieran escrito las periodistas que amaron a los políticos, hoy tendríamos muchas claves que nos ayudarían a descifrar mejor el presente.

Yo nunca formé parte de las brigadas femeninas que llevaron la revolución al Congreso de los diputados y por tanto no pude acceder al sex appeal de tipos como Alfonso Guerra o Nacho de noche, que era la versión de bolsillo de Bertín Osborne. A los políticos que traté los conocí de un modo colateral, y casi todos me parecieron honestos. Algunos ya han muerto. Otros abandonaron el entusiasmo político y se disolvieron en actividades nuevas. Solo unos pocos siguen en activo. Hoy, la política ya no está revestida de aquella dignidad inicial, cuando los hombres y mujeres que se dedicaban a ella eran admirados como misioneros. El romanticismo de la libertad duró lo que duró. Luego vino el dinero fácil y muchos corrieron como ratas.

La palabra desencanto fue el primer síntoma de contrariedad al final de la primera legislatura socialista. Era una expresión tocada con cierto halo de tristeza: demasiado elegante, demasiado benévola. Ahora la tristeza se ha vuelto cólera. Cuadra más con la nueva situación.

Corruptos somos todos. Los años que vivimos peligrosamente causaron grandes destrozos morales. La euforia del 92 nos puso al borde del abismo; necesitaremos otra vida para sacudirnos las miserias y recobrar un gramo de romanticismo.