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  • David Gistau

La tableta

MI MUDANZA a la tableta está prácticamente terminada. No he llegado al extremo de Pedro J., que la lleva como Hook el garfio, y tiene descargada una aplicación de apretón de manos para no soltarla. Pero hace tiempo que es ahí donde escribo los artículos, compro cosas, juego al ajedrez, y leo revistas y periódicos. Ahora tengo mayores ínfulas de posteridad, porque la tableta ha invalidado uno de los axiomas más célebres de nuestro oficio, aquel memento mori de Walter Lipmann para rebajar la soberbia de los nuevos reporteros: «Recuerda, chaval, que tu gran página de hoy envolverá el pescado de mañana». Sí, ya, a ver quién envuelve un besugo con un iPad. Mi portero, que adapta a Lipmann limpiando el ascensor con las páginas en las que escribo, pronto perderá ese recurso de humillación con el que me derrota para todo el día.

He superado el último prejuicio, el del libro electrónico. No me resistí como esos fetichis-tas que necesitan el tacto y el olor del papel para degustar una novela, como si fuera un clítoris. Mi reticencia era otra: ¿para qué sirve reunir una biblioteca bien provista si no pue-des jactarte de ella? ¿Si no puedes hacer que las visitas se la topen? ¿Cómo restregarles a Balzac si lo tienes metido en la puñetera tableta?

Como la mayoría, yo tuve un tiempo en que los equilibrios jerárquicos se decidían por cuestiones tan primarias como la capacidad de ligue o los tragos ingeridos antes de la pérdida de consciencia. Casi sin darme cuenta, me encontré en una edad y entre una gente en las que el pequeño prestigio per-sonal dependía en buena medida de la biblioteca doméstica. Es cierto que las lecturas se descubren en la conversación. Pe-ro hay un momento determinante la primera vez que uno va a cenar a casa de alguien, y es esa biblioteca apabullante, iluminada de abajo arriba, como los ídolos de los templos, y cuyo propietario, al extraer un ejemplar gastado, puede decir: «Oh, éste es de cuando viví en París, lo leía en el Flore, qué recuer-dos...». Las bibliotecas tienen una enorme importancia social, la misma que las mujeres bellas o los coches deportivos entre los futbo-listas. Recomiendo a las editoriales electró- nicas que regalen a sus compradores los lo-mos de los libros que les vendan, para poder usarlos antes las amistades como muescas de aviones derribados en el fuselaje.

>Vea el videoblog de Carlos Cuesta La escopeta nacional. Hoy: A los que dicen defender Cataluña