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Un empeño moral

RAÚL ARIAS

Querido J:

Estos días catalanes están permitiendo descubrimientos asombrosos. No alcanzo a ver un momento de Cataluña donde se haya puesto tan en evidencia el funcionamiento perverso de su comunidad política. Hasta el punto de que el día 25 va a decidirse algo de grueso calibre: si la democracia se somete al nacionalismo o el nacionalismo se somete a la democracia. No hay más. No es otro el sentido profundo del desafío que el presidente Mas ha lanzado, no ya a las instituciones del Estado, sino a sus propios ciudadanos, desde que dijo, en formato solemne, que ni leyes ni tribunales ni constituciones podrían parar al pueblo. Los ciudadanos catalanes tienen una papeleta difícil y algo paradójica. En realidad, van a decidir si ponen en manos de un jefe la conducción de los asuntos democráticos: si la soberanía de los ciudadanos cede ante la instancia mayor del pueblo. Si la democracia, te insisto, se convierte en una democracia vigilada por el nacionalismo.

Mientras llegamos a la noche del 25, en la más erizada vigilia electoral que hayamos vivido, deberíamos fijarnos en uno de esos descubrimientos asombrosos. La desocupación de CiU de alguno de los espacios centrales que había señoreado durante los últimos 30 años ha procurado insospechados efectos. Fíjate, por ejemplo, lo que ha pasado con la senyera. La súbita pasión estelada ha devuelto la bandera institucional a todos los catalanes, incluidos los ajenos al nacionalismo, que tantas veces habían denunciado su apropiación indebida. Y ha colocado, por cierto, el mito de los Països Catalans en el limbo de una divertida contradicción cromática: en Valencia el azul de la estelada es patrimonio del anticatalanismo blavero. Pero todos estos símbolos resultan insignificantes ante la renuncia fundamental del nacionalismo. Europa.

Es puramente recreativo denunciar la falacia de un hombre que convoca a la creación de un nuevo Estado europeo mientras Europa le dice que no lo aceptará como miembro. Sólo prueba el desequilibrio nacionalista. Respecto a Europa lo esencial es que la deriva de CiU ha atentado contra el pilar de la construcción europea post 45, contra el nunca jamás declamado sobre las ruinas de Alemania: la identificación mecánica, obligatoria, entre una etnia, una cultura o una religión, y un Estado. La Europa contemporánea es, antes que nada, la reivindicación de la libertad de los ciudadanos frente a la tiranía del ethos, de la guarida preilustrada donde los hombre habitan. Por mucho que un nacionalismo práctico, pretendidamente cool, quiera disimularlo, el gusano xenófobo sigue anidando en el fondo de sus reivindicaciones fiscales. Estas palabras de Pinker, de verdad ilustradas y modernas: «Uno de los peligros de la autodeterminación es que en realidad no existe tal cosa como una nación en el sentido de grupo étnico y cultural que coincida con un trozo de propiedad inmobiliaria. A diferencia de las características de un paisaje de árboles y montañas, las personas tienen pies. Se desplazan a sitios donde hay más oportunidades y pronto invitan a sus amigos y parientes a que se les unan. Esta mezcla demográfica transforma el paisaje en un fractal, con minorías dentro de minorías dentro de minorías». Mientras el nacionalismo catalán no abandonó el perfil autonomista pudo seguir manteniendo su compatibilidad con la modernidad europeísta. Por decirlo de un modo rápido, seguía en brazos de la madura Reading, tan sensible a las identidades de las lenguas e identidades europeas, siempre y cuando no atraviesen la línea roja de los Estados. No es que ahora el nacionalismo catalán haya quedado al margen de Europa: es que actúa resueltamente contra ella.

Este inesperado acontecimiento ha provocado muchos efectos. Creo que el más singular es la nueva luz que proyecta sobre España. De pronto, y gracias a la hosca sombra nacionalista, se advierte un proyecto que ha pasado inadvertido entre los pliegues adiposos del larguísimo debate sobre el ser y la necesidad españolas: el proyecto, ¡europeo!, de que comunidades, lenguas y culturas distintas sean capaces de convivir. Probablemente no haya otro Estado europeo tan diverso y eso hace de la experiencia española una preciosa piedra de toque. Si España se rompe, se rompe Europa. Y su viceversa: esa obscena alegría con que muchos nacionalistas básicos, del tipo extraliberal brut, han observado la hipótesis de una crisis definitiva de la comunidad europea que habilitara la emergencia de un Estado catalán.

Este empeño español empezó a gestarse en la República. No creo que haya más lúcido y precioso testimonio que el de los diarios de Manuel Azaña para seguir el itinerario, primero confiado y luego cruelmente desalentado, del empeño. El itinerario permite constatar hasta qué punto los argumentos del nacionalismo, y su léxico, eran los mismos que en las primeras décadas del siglo. Aunque aquellos nacionalistas tenían una cierta disculpa: sólo habían visto una parte de los 70 millones de cadáveres europeos. Hay un segundo antecedente, muy relativo, porque es puro tiempo presente, y es el de la Constitución de 1978. Hoy casi todo el mundo quiere reformarla. Por el contrario, mi aprecio y admiración por ella crecen con el tiempo. Incluidas sus jorobas, sus parches, sus anacolutos y sus encomiendas al destino y a la buena fe, tantas veces traicionada, de los que tendrían que ser sus ejecutantes. No creo que haya mejor articulación de un empeño moral que zanja la metafísica para siempre. España era esto.

Sigue con salud.

A.