El Rey a GODÓ: «Javier, si quieres hacerme las maletas dímelo». En 2008 le concedió el mayor título NOBILIARIO

LARGO VIAJE. Arriba, Franco leyendo La Vanguardia . Entonces, y hasta 1978, su nombre era La Vanguardia Española . No en vano, el padre del actual conde de Godó fue dos veces procurador en las Cortes franquistas. En el centro, la portada tras la manifestación secesionista del pasado 11-S. Y sobre estas líneas, Artur Mas y Javier Godó. De la deriva independentista de su periódico, y del trato que daba al ministro Wert, hablaban en realidad el Rey y Rajoy cuando se dijo que el monarca le estaba abroncando.

Es el colaborador necesario para que suceda todo lo que está pasando en Cataluña, donde de repente los independentistas brotan por doquier, como setas. El hombre que respondía, «¡No, por Dios! Eso es un gran esnobismo», a la cuestión de si él era uno de esos independentistas debe hacer frente a la pregunta del millón de dólares. La enunció a bocajarro José Manuel Lara, dispuesto a llevarse Planeta en caso de secesión: «¿Javier, qué coño hacéis?».

«Pídeme lo quieras». Con estas palabras, tiempo atrás, el Rey se dirigía a su viejo amigo, tercer conde de Godó [título concedido por Alfonso XIII a su abuelo] y propietario de La Vanguardia, fundada en 1881. La respuesta vino en 2008: «Queriendo dar una muestra de mi Real aprecio…». Javier Godó se convirtió en el último Grande de España, la máxima dignidad nobiliaria.

El altar de la patria en Cataluña se levanta sobre cuatro sólidas patas: Montserrat, la Caixa, el Barça y La Vanguardia. Que nadie se confunda. El poder está ahí y no en ese parlamento, a quien se calificó como de «la señorita Pepis». Los políticos actúan por delegación de la llamada sociedad civil. Esos apellidos que, amén del parentesco familiar, coinciden en todas partes, desde el Liceo hasta el palco del Barça. Pujol nunca ha sido uno de ellos. Es el poder del dinero, pero no sólo es eso. No todo el mundo, como Javier Godó, ha jugado de pequeño con un Rolls-Royce de verdad que sus tías guardaban enfundado… en medio del salón. A eso se le llama abolengo. Pujol es ahí un descamisado. El oasis catalán lo resume el paciente postrado en el sillón del dentista: «Doctor, ¿verdad que no nos haremos daño?».

Desde que el príncipe Felipe apareciese, ocupando toda la portada, como abanderado de España en las Olimpiadas de Barcelona con sombrero ladeado, o el propio Monarca fuese elegido por los catalanes, según el rotativo, como «el personaje más valorado» de los Juegos, por delante de Carl Lewis, ¿qué ha sucedido?

Hay el mismo trecho que va desde un solícito Pujol, embutido en su anorak, ascendiendo por el telesilla hasta la cafetería de Baqueira para saludar al Monarca, hasta la actitud bronca de Mas con don Juan Carlos en la concesión del Premio Conde de Barcelona. Un acto diseñado para recomponer las relaciones entre quien se proclamaba «monárquico y leal al Rey» y éste último. Para algunos le exhortó: «No me hagas un diario independentista» o, según otros, «Javier, si quieres hacerme las maletas dímelo». Todo ello tras la insólita misiva en la web de la Casa Real en la que el Rey se refería a «quimeras» secesionistas. Aquel rifirrafe terminó siendo el tema de una acalorada conversación entre el Rey y Rajoy el día de la Hispanidad. En efecto, don Juan Carlos estaba escenificando una reprimenda, pero se trataba del relato de la que había dirigido al conde de Godó por el respaldo de La Vanguardia al independentismo.

Ha habido, también, sus dimes y diretes, chismes y rumores, sobre algunos desplantes reales, entre señor y vasallo, pero también entre amigos. Ausencias y presencias, agravios comparativos de quien cree poseer una hoja intachable de servicios a una monarquía cuya imagen se va deshilachando a pasos agigantados entre Urdangarin y elefantes abatidos. Los Godó se han sentido ofendidos por el trato de don Juan Carlos.

COMO LA TOMA DE LA BASTILLA

La toma de La Vanguardia figura en el imaginario nacionalista como pueda estarlo, para otros, la Bastilla o el Palacio de Invierno. La plenitud de Cataluña se produciría cuando se editase en catalán… aunque los ejemplares tengan que regalarse en los trenes de cercanías. Pese a que Godó forme parte de esa burguesía que jamás utilizó la lengua catalana, ni le preocupó su suerte y tenga evidentes dificultades para hablarla.

A nadie se le escapa la capacidad de adaptación camaleónica de La Vanguardia a la realidad circundante. Está en su ADN. Es capaz de recibir a la II República como ejemplo de que «el pueblo español está dando una prueba sin duda única en la Historia», o capaz también de que su director de entonces, Agustí Calvet, Gaziel, refiriese: «Aquellas dinastías absolutas cuyo último vástago acabáis de arrojar de España» en clara alusión al antecesor del actual Rey. Gaziel acabó en el exilio y el padre de Javier en la «zona nacional» con los llamados «catalanes de Burgos».

El periódico reapareció como La Vanguardia Española tras la liberación de Barcelona. Hubo tiempo para que los pintores ocuparan el despacho de Galinsoga, el director que se inmortalizó a sí mismo diciendo que «los catalanes son una mierda», y que se había atrincherado en el cargo pese al boicot al periódico liderado por un tal Jordi Pujol. Hasta 1978 no recuperó su cabecera original. Antes don Carlos, padre del actual conde, dos veces procurador en Cortes, tuvo tiempo de manifestar «la profunda emoción que siento por la pérdida del Caudillo de España, Generalísimo Franco».

Javier heredó un periódico obsoleto y con una plantilla sobrepasada. El director que tuvo la ingeniosidad anglosajona de colgarle el teléfono a Pujol cesó a los nueve meses. Eran los años 80, los años de hierro del pujolismo, en los que el presidente podía autoentrevistarse en el diario y en los que Godó, para muchos «mejor editor de periódicos que empresario» -en cambio de su sucesor, su hijo Carlos, se afirma «que duerme con las nóminas debajo de la almohada»- trató de armar un grupo mediático a escala española con un éxito perfectamente descriptible.

Mario Conde, por aquel entonces amo de Banesto, trató de zamparse la tarta entera y se llegó a firmar un preacuerdo que se evitó in extremis. Felipe González estaba en Moncloa y Joan Tapia, ex jefe de gabinete del ministro Boyer, dirigía La Vanguardia con Narcís Serra al otro lado del teléfono. Se salvaron los muebles para caer en 1992 en manos de Polanco y Prisa como «nuevo socio».

Por en medio hubo de todo. Destituciones, traiciones, registros policiales, escuchas telefónicas, antiguos espías del Cesid… Hasta la aparición de El Observador. Un periódico de vida efímera que pretendía ser una contra-Vanguardia, con el respaldo de Javier la Rosa, propulsado por Prenafeta, ex secretario general de la Generalitat, y cuya principal misión en esta vida no era otra que ver a Javier Godó pidiendo limosna en la vía pública. Los experimentos a partir de entonces se harían en el ámbito estrictamente catalán y con la red puesta. Ya no hacía falta hacer las Españas. Ése fue un cambio de rumbo decisivo. Valía más ser cabeza de sardina que cola de león.

Le habían advertido de que venía el lobo. Tan sólo cinco días más tarde del segundo triunfo de Aznar, Joan Tapia era sustituido en la dirección del diario por José Antich. «No es fruto de los resultados electorales», declaró Javier Godó. El nuevo director había tenido en su etapa en El País al propio Pujol como garganta profunda, y éste lo utilizaba contra los propios miembros de su Gobierno. De hecho Antich publicó la única biografía autorizada de Pujol, titulada El Virrey. Toda una premonición.

Jugar en casa tenía su propio reglamento. El presidente Mas lo dejó claro al dirigirse a los medios catalanes de comunicación, recordándoles: «Estamos en el mismo barco y hemos de intentar pilotarlo de una manera que nos lleve a todos a buen puerto». Un aviso para navegantes sin vocación de náufragos.

Godó tuvo que reconstruir sus naves. Bien fuera con concesiones de frecuencias de radio del Gobierno de Pujol o asociándose con Félix Millet -el saqueador confeso del Palau de la Música-, a quien Pujol le había otorgado un canal de televisión. De ahí saldría el actual 8tv, cuya estrella es Josep Cuní, el antiguo líder de audiencia de TV3, mientras que el ex director de la radio del conde -que «no escucha nunca para no ponerse nervioso»- es el actual máximo directivo de la televisión pública catalana. Bajo su mando TV3 emitió el programa en que se utilizó una caricatura del Rey como diana para prácticas de tiro.

Rac-1, la emisora del grupo Godó, es la primera en catalán, gracias a haber apostado por el elenco de supuestos humoristas de TV3 y sus respectivas productoras privadas, encabezados por Toni Soler y su programa Polonia. Un maniqueísmo simplón y el más puro estilo friki han logrado que «la tele y la radio pública trabajen por la independencia. En sólo dos años le han comido el coco al 75% de la población, que quiere una consulta», como reconoce un antiguo director del ente público catalán.

EL VAHÍDO DEL TRIPARTITO

La llegada del tripartito (2003) al gobierno produjo un vahído en La Vanguardia. Tras la travesía del desierto, volvió CiU y las aguas a su cauce. El cordón umbilical de las subvenciones ligaba a Godó con la suerte de CiU. Era la respiración asistida indispensable para la mera supervivencia en plena crisis. No en vano, en 2011, por ejemplo, sólo para publicidad en los medios audiovisuales del grupo Godó, la Generalitat se gastó cerca de dos millones de euros. El escándalo ha llegado hasta el Parlamento catalán. El diputado independentista López Tena le preguntó al consejero de Economía, ante la política de recortes del Gobierno de Mas -afectan desde la Sanidad hasta la Educación-: «¿Por qué no han dejado de pagar las subvenciones a La Vanguardia?».

Pero el pactismo catalán -más vale un mal acuerdo a cualquier enfrentamiento- tiene también sus peajes. Godó, en compañía de Lara, el mismo que ahora le recrimina su deriva, se vieron en la inexcusable obligación de hacerse cargo del 80% del diario en catalán Avui, «una verdadera máquina de perder dinero». Era una contradicción palmaria que Lara tuviera un diario como LaRazón y otro marcadamente nacionalista catalán. Hasta que pudieron venderlo.

Paradójicamente, la lengua vernácula ha sido una fuente de problemas para Godó. Cuando se ultimaba el proyecto de lanzar la edición en catalán de La Vanguardia se encontró con que su íntimo amigo (algunos lo tildan como «amigo discontinuo») Leopoldo Rodés -propietario de Media Planning, la central de medios que surte de publicidad a todos los periódicos- junto con la familia Carrulla, de Gallina Blanca, sacaban un diario también en catalán. Era Ara, donde figuraba el propio Toni Soler, amén de otros habituales de TV3 como Albert Om, Toni Bassas o Xavier Bosch: por lo visto en Cataluña no hay incompatibilidades. Godó, visiblemente molesto por la competencia les dijo: «¿Qué os parecería si yo me pusiese a hacer sopicaldos?».

Antes Pasqual Maragall tuvo la bendita idea, una de sus maragalladas, de poner en marcha un nuevo Estatut. Pujol en más de 20 años de gobierno jamás tuvo semejante ocurrencia. De hecho, nadie creía que saliera adelante, y tan sólo serviría para desgastar a un más que probable gobierno del PP, tras la inminente victoria de Rajoy. Pero ganó Zapatero y se comprometió a defender el texto que saliese del Parlamento catalán. A partir de ahí, durante años se vivió en Cataluña una verdadera agonía, mientras el texto iba recorriendo a una velocidad exasperante los vericuetos de su tramitación.

La Vanguardia mantenía la más pura ortodoxia. Cuando el lehendakari Ibarretxe tuvo la ocurrencia de tener sus minutos de gloria y proponer un referéndum para conocer «la voluntad popular» -como hace ahora el propio Mas-, el diario le lanzó la caballería. Bajo el elocuente título de Juegos vascos, el 28 de junio del 2008 el diario publicaba un editorial en donde se decía, entre otras cosas: «Sabido es que el referéndum autodeterminista es jurídicamente inviable, pues vulnera diversos preceptos constitucionales y se basa en la errónea pretensión de que para llevarse a término no necesita la autorización del Estado (…) Ibarretxe sabe desde el primer momento que su iniciativa es inviable». Para concluir: «Es, en realidad, una batalla táctica, con objetivo puramente electoral».

¿Qué ha cambiado en cuatro años para donde dije digo…? La propiedad es la misma, el director también, la cabecera es igual. ¿Entonces?

El momento del despegue, el punto de no retorno, se produjo a raíz del editorial conjunto de los periódicos de estricta obediencia catalana bajo el altisonante título de La dignidad de Cataluña, aunque el texto estatuario tan sólo hubiese sido aprobado por el 36% de los catalanes con derecho a voto. El texto apremiaba al Tribunal Constitucional a respetar su integridad. La pieza periodística sin precedentes se cocinó desde La Vanguardia. Los redactores fueron Enric Juliana, subdirector, y el entonces colaborador de El Periódico Juan José López Burniol. Sorprendentemente -si aún cabe la sorpresa- éste último había publicado el artículo Fin de trayecto personal, en el que abjuraba diciendo: «Mi crítica al Estatut no se basa, por tanto, en la inconstitucionalidad de éste o de aquel precepto, sino en el espíritu que lo informa. Éste supone un triunfo del ideario nacionalista. Respeto esta opción, legítimamente amparada por el 90% de los diputados del Parlament, pero no la comparto. Por consiguiente, ésta ya no es mi guerra». En la actualidad, López Burniol colabora en La Vanguardia con total credibilidad.

A partir de aquí los acontecimientos se precipitaron hasta llegar al 11 de septiembre y la magna manifestación. El editorial del día siguiente reseñó que «un millón y medio de personas colapsaron ayer el centro de Barcelona en una manifestación de carácter independentista, la más masiva en la historia de Catalunya». Una cifra, sin restarle un ápice de importancia, que responde más a la épica que a la simple realidad.

Pero como le dijo el conde de Godó a su estrella mediática, Pilar Rahola -quien explica una y otra vez cómo «el Rey me tocó la teta»-, «somos pura centralidad. Nuestros electores son nuestros lectores». O como diría Groucho Marx: «Éstos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros».