DESDE EL comienzo de la crisis abunda en las calles un cartelito de pobre que dice «Español sin trabajo» o «Español en paro» o cualquier mensaje lastimoso que deja claro, por encima de todo, que el desgraciado es español. No deja de ser curioso que en España, cuando no hay fútbol, los que más presuman de nacionalidad sean las putas y los pobres, y que lo hagan además por negocios. Son dos colectivos que entienden que cuanto más cerca, mejor, pues el morbo y la compasión exigen denominación de origen. En mi calle hay un señor que todas las mañanas se coloca delante un cartel en el que explica sus circunstancias, y por encima de todo subraya que él es español. Yo no sé si estos pobres lo que pretenden es la limosna patriótica o simplemente lo que hacen es enfatizar su desgracia, como el chiste del tipo que pertenece a todas las minorías marginadas y acaba declarándose barcelonista a lágrima viva. La marca España se extiende entre los cartones de los pobres adquiriendo un prestigio de bajos fondos, como cuando te dicen que el rubio del billar es irlandés: ése maneja. «¿Le dan más por español?», pregunto al de mi calle. «No lo sé, pero así los que pasan saben que mañana pueden estar ellos aquí pasando frío». Si algo se ha españolizado en los últimos tiempos es el pordioseo, a donde han ido a parar los expulsados de sus casas por bancos sostenidos con el dinero racaneado a la prevención del pordioseo. Esa pescadilla no se muerde la cola sino el culo, por eso ahora hay tanta gente sentada al frío españoleando, que es lo que le queda al patriota cuando su Gobierno redecora los despachos antes que limpiar la grasa de la cocina: pintar la banderita en un cartón y decir olé para que distingamos el hambre española de la otra. Aún nos va a rescatar Uganda.