LOS MEJORES AGENTES DOBLES DE LA HISTORIA

«OPERACIÓN MARI» El paracaidista Madolell fue «captado» en 1964 en el aeródromo de Cuatro Vientos (Madrid).

mbos tuvieron que decidir en milésimas de segundo si arriesgaban su vida en una aventura incierta. Joaquín Madolell, un subteniente del Ejército del Aire, con ese aire chulesco y atrevido de los paracaidistas, ni se atragantó con su copa de Licor 43 cuando de sopetón un italiano lleno a rebosar de whisky -para disimular- que se había convertido en su amigo en los últimos meses le ofreció convertirse en espía al servicio de los rusos. Silvestre Romero, un joven policía que estudiaba periodismo en la Complutense, destinado en la comisaría madrileña del barrio de Tetuán, fue tentado por un agregado de la embajada rusa y también respondió sí sabiendo que entraba en un juego de vértigo con sólo tres letras: KGB.

Madolell murió hace ahora un año y su familia ha abierto la compuerta cerrada por el silencio que Romero tiene parcialmente tapada, pues todavía sigue en activo: es comisario principal y director del Centro de Promoción de la Policía. Los dos salieron vivos de una experiencia en la que bastantes perdieron la vida -el ruso Oleg Penkovsky, por ejemplo, tras filtrar a Kennedy la presencia de los misiles soviéticos en Cuba- y también sus familias: la mujer de Nikolai Khokhlov desapareció para siempre como venganza del KGB por su traición y huida. Los dos españoles vivieron (sobrevivieron) para contarlo. O callarlo. Ya no.

La Operación Mari -de Madolell y Rinaldi- comenzó en el verano de 1963 en el Aeródromo de Cuatro Vientos (Madrid), donde el suboficial español era instructor de paracaidismo. Allí se presentó un día Giorgio Rinaldi. Los dos hicieron buenas migas y aprovechando que Joaquín tenía a su familia en Murcia, salieron con frecuencia y se lo pasaron bien.

En mayo de 1964, con una amistad ya asentada, el ruso le lanzó su ofrecimiento a cambio de una buena suma de dinero. Aceptó inmediatamente, aunque debió de aguantarse las ganas de vomitar al descubrir que el italiano nunca había sido su amigo, sólo quería captarle. Al día siguiente habló con su superior en la base de Torrejón y posteriormente se reunió con el teniente coronel Arozarena, del servicio de información del Alto Estado Mayor.

A los 40 años recién cumplidos, este melillense adoptado por unas monjas por la pobreza de su familia, que se había reenganchado al Ejército del Aire tras prestar servicio en la División Azul, se convirtió en doble agente. Cerró el trato con Rinaldi, que incluía una formación básica para robar documentos, detectar seguimientos y una cantidad de dinero para sus gastos. Conocimientos que le sirvieron de poco pues los planes y papeles que robaba en realidad eran entregados por la CIA norteamericana, que, junto al servicio secreto italiano, entraron felices en la operación del doble agente español para tratar de destapar la red de espionaje rusa en el Mediterráneo.

De entre todas las aventuras que corrió destaca su viaje de dos semanas a Rusia en abril de 1965. Los mandos del GRU querían conocer personalmente -¡inocentes!- a tan destacado espía, premiarle por su ayuda y enseñarle técnicas más sofisticadas de espionaje. Madolell nunca estuvo oficialmente en Moscú, pues antes de llegar le entregaron un pasaporte falso a nombre de Ramón González. No olvidaría jamás las exquisiteces que le prepararon las dos cocineras que estaban a su servicio -nunca había probado el caviar-, el desfile militar que presenció en la Plaza Roja -media hora, pero fue impresionante- y los esfuerzos que hacían para que se enterara de los menos detalles posible relacionados con su estancia. Incluso descubrir que residía en la avenida de Pekín fue una aventura.

Le enseñaron las técnicas más avanzadas de fotografías, escritura invisible, utilización de buzones para la entrega de mensajes y el uso de emisoras de radio. Joaquín prestaba la máxima atención y se ponía de los nervios intentando almacenar en la memoria -no podía escribir nada, pues sabía que registraban sus posesiones- toda la información y detalles que le habían pedido en Madrid, incluido el número de matrícula de todos los coches en los que se subía.

Lo peor de regresar a España fue tener que soportar a su controlador Rinaldi. Le caía fatal, le consideraba un traidor, que para Joaquín era lo más bajo en que se podía caer. Un día iban en el coche y el italiano empezó a jugar con una granada, pasándosela de mano en mano y sólo paró cuando Joaquín le pegó un grito y le llevó a un descampado para explotarla. En otra ocasión, durante un viaje, estaban en un hotel y Rinaldi le pidió que se acercara a su habitación para comentarle algo. Al abrir la puerta se encontró con dos prostitutas que le esperaban desnudas. Rápido, se dio media vuelta y le espetó un «que te aproveche».

En marzo de 1967, tres años después de que Madolell se convirtiera en doble agente, decidieron cerrar la operación y desmantelaron la red del GRU en los países mediterráneos. Rinaldi desde la cárcel le acusó de ser un traidor. Espía sí, traidor no.

El 28 de marzo de 1968 le concedieron una medalla pensionada y años después acabó su carrera de comandante. A principios de 2000 escribió una carta al director del CESID pidiéndole una copia de su expediente. Javier Calderón se lo negó, aduciendo los límites de la ley. Cincuenta años después, su historia sigue siendo oficialmente secreta.

ROMERO, POLICÍA EN LA KGB

Doce años después de finalizar la Operación Mari, con una España que había dejado atrás la dictadura, comenzó otra operación que convertiría a un policía en agente esta vez del KGB y del Cesid (hoy CNI). Vladimir Efremenkov, agregado de la embajada de la URSS, fue a presentar una denuncia a la comisaría donde trabajaba Romero y se enganchó a él como cual lapa. Acudió una y otra vez a visitarle e intimar hasta el extremo de que el policía detectó sus intenciones y alertó a Agrela, el jefe de la Brigada de Información de la Policía, que cuando el asunto se complicó se lo pasó al Cesid.

En este caso, Romero no simuló hacerlo por dinero, sino por ideas. Estudiaba Periodismo y tenía inquietudes sociales. Efremenkov le enganchó de la misma forma: le pagaba en efectivo el dinero de los libros y le convenció para estudiar inglés -el objetivo final siempre son los EEUU- y también se lo sufragaba.

Desde que Silvestre le comunicó a Efremenkov que había conseguido entrar en la Brigada de Relaciones Informativas del Cesid, el soviético consiguió acceder a información secreta auténticamente falsificada. Sólo podrían haber detectado el engaño si hubieran tenido otro topo…del que carecían. Además, el destino real de Romero era en un piso pegado al parque del Retiro de Madrid, en el Área de Contrainteligencia rusa.

Silvestre siempre estaba en alerta. Era importante, pues Efremenkov era un espía avezado que de repente lanzaba el cebo a ver si el pez picaba. En una ocasión, le citó en un hotel y al poco de llegar le dijo que tenía que salir urgentemente y que no tardaría más de media hora. El doble agente notó que se había dejado olvidado el maletín y a un tris estuvo de abrirlo, pero cayó a tiempo en la trampa y ni lo rozó. Dos años después de comenzar la operación, el 6 de marzo de 1981, decidieron poner fin con un arriesgado giro. Romero citó a Efremenkov en un bar y en cuanto le llegó le espetó que o aceptaba cambiar inmediatamente de bando o sería expulsado de España. Es de imaginar la sorpresa del diplomático al descubrir que su topo en el servicio secreto español nunca había sido un traidor a su país. Al día siguiente el ruso tomó un avión a Moscú.

Romero siguió destinado en el espionaje hasta 1984, cuando regresó a la Policía para continuar con su carrera. En el Cesid le despidieron anunciándole que le iban a entregar una medalla. No se equivocaron: 23 años después de la operación -más vale tarde que nunca-, el director del ya CNI Alberto Saiz se la impuso en la intimidad de la sede del servicio secreto. En su imponente despacho de la dirección del Centro de Promoción de la Policía, el comisario principal tiene en un lugar destacado de la librería una foto del acto, al que no faltó su mujer.

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