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  • David Gistau

Wert versus Cataluña

Justo cuando más vigente está la frase de Cánovas según la cual español es quien no puede ser otra cosa, el ministro Wert defiende en el Parlamento la restauración de un verbo unamuniano, «españolizar». El diputado del PSC Francesc Vallés se lo ha afeado como si el Gobierno fuera a segregar, y poco menos que a montar unas granjas humanas de las que brotarán españoles, como en la huerta de Amanece, que no es poco, que luego se esparcirán por Cataluña como en una infiltración alienígena.

El ministro Wert tiene el desparpajo de quien sabe que podría encontrar trabajo al margen de la política. Eso lo convierte en un polemista formidable, pues carece del instinto de supervivencia del político profesional, que siempre procurará no abrasarse discutiendo lo tabú. La otra excepción en el Gobierno puede ser Gallardón quien, al igual que Wert, y mientras Rajoy permanece abducido por el monotema económico, ha asumido discursos políticos y morales francamente volátiles. Creo que son los dos únicos ministros capaces de manejar conceptos que trasciendan la mera gestión, la cotidianidad burocrática. Eso los arrastra a las pendencias parlamentarias más sabrosas para el periodismo.

Sin embargo, la propuesta de Wert es la consecuencia de una frustración: el Estado pretende inyectar dinero para compensar artificialmente, no ya el incumplimiento de una ley acerca de la educación bilingüe, sino una inercia social ya consolidada. Las reflexiones de Wert, su descripción de un sistema educativo que potencia las mitologías locales al tiempo que extirpa lo español de la conciencia colectiva, señala otro de los grandes errores de la Transición: la España posfranquista, llena de complejo de culpa, avergonzada de sí misma, renuncia a un relato común y consiente que los nacionalismos construyan otro propio.

Es evidente que eso nutrió el independentismo de las generaciones posteriores a la Transición o, cuando menos, el afecto tan sólo a la particularidad. Pero no es menos cierto que ya es tarde, y que Wert no logrará matizar esa idea del destino manifiesto sólo por romper la hegemonía doctrinal en algunos colegios. Eso sí, la rabia con que ha sido replicado demuestra cuán importante fue siempre el control de la educación y del relato histórico, monopolio que el nacionalismo no rendirá ya.

Por lo demás, Rosa Díez intentó ayer introducir en el Parlamento el problema del desprestigio de la clase política, que en la última encuesta del CIS alcanzó proporciones catastróficas. No es, sin embargo, una prioridad del Parlamento, que en estas ocasiones demuestra vivir algo pasmado dentro de su propia endogamia. El choque de Sorayas, estéril y previsible -«Vaya Gobierno hipócrita y malo, el suyo». «Pues anda que el de ustedes», y todo así-, con la ira algo sobreactuada de S2 y cierta condescendencia de S1, dio la sensación de que los parlamentarios permanecen apegados a los automatismos de un juego teatral propio que cada vez interesa menos en la calle y aventa una peligrosa sensación de inutilidad y fatiga.