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Pelota manchada

La sublimación futbolística de una pasión política provocó en el estadio una dependencia ambiental curiosa: el entusiasmo por la emancipación depende de los goles. Sin ellos, como después de la muerte de Hamlet, no queda sino el silencio. No deja de haber un matiz paródico, casi grotesco, en el discurso emancipador de un pueblo cuyo entusiasmo depende de que un chaval nacido en un barrio de Rosario, a orillas del río Paraná, acierte a colocar un balón allí donde no puede alcanzarlo un portero.

Ayer en el estadio hubo muchas más banderas catalanas que colores del equipo que jugaba de local. El azulgrana prácticamente desapareció. Que el fútbol catalice fiebres nacionalistas no deja de remover recuerdos espantosos relacionados con algunos episodios recientes de la historia europea. Por ejemplo, el uso que Milosevic hizo del Estrella Roja, que jugó contra el Dinamo de Zagreb un clásico que, después de desembocar en inmensa reyerta, fue considerado como el primer acto de preguerra. Por usar la frase feliz de Maradona, la política siempre mancha la pelota, y se apodera de ella porque en el estadio ya hay una cohesión primaria que se presta a dejarse inflamar por la consigna. Tuvo que ser Gerard Piqué, un futbolista, el que aportara cordura aduciendo que un Real Madrid-Barcelona jamás debería convertirse en un España-Cataluña, y menos aún influido por una concepción hostil, de enemigos, que tan sólo han alcanzado el grado de sofisticación suficiente para matarse en lances de fogueo. Además, y contra el tópico de la supuesta pluralidad, a alguien que no pertenezca a este ambiente siempre le sorprenderá la unanimidad monolítica, como de sociedad mentalmente uniformada.

Pero de la inmensa variedad sociológica de los que ayer gritaron «¡Independencia!» en el Camp Nou cabe admitir tres hechos. Que la vindicación de la independencia es transversal y muy intensa, al menos hasta que los que no la quieren se animen a expresarse, también en los clásicos (ni una mano hubo que no sostuviera su cartulina). Que nada hay más terapéutico para un pueblo que disponer de una ficción épica en la que evadirse de todas sus miserias más prosaicas. Y que, con todo, el Camp Nou no fue Nuremberg, no estuvo ocupado por las SA, no hubo camisas pardas ni quijadas elevadas al ideal ario por una Leni Riefenstahl. Estoy en condiciones de asegurar que los catalanes tampoco mataron a Cristo.