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Carrera hacia el abismo

ARNAL

Cataluña marca la agenda política española. Más que el posible rescate, más que los presupuestos, más que Oliver Wyman y su informe sobre el sistema financiero, e incluso más que las elecciones en el País Vasco y Galicia (con ser éstas trascendentales por motivos dispares).

Cuando los grandes periódicos extranjeros llevan a España a sus portadas -lo que últimamente es habitual-, incluyen la cuestión catalana como un elemento esencial para determinar cuál será nuestro futuro inmediato. Los analistas financieros han introducido ya el factor catalán como una de las componentes del riesgo soberano español.

Si Artur Mas quería atraer para sí el foco de la atención mediática, lo ha logrado con creces. La cuestión es: ¿hacia dónde quiere conducir a los ciudadanos de Cataluña?

Una respuesta simple a esa pregunta sería, obviamente, hacia la independencia. Pero el líder de CiU sabe, como bien se encargó de recordárselo el padre del nacionalismo catalán moderno, Jordi Pujol, que esa meta es «casi imposible» de alcanzar.

Es decir, sólo en el caso de que el Estado y el Gobierno de España hicieran dejación de sus funciones (establecidas en la Constitución) esa alternativa sería posible.

Si Mas está utilizando la independencia como arma disuasoria para lograr el pacto fiscal que fue rechazado por Rajoy, corre un triple peligro. Por un lado, está tensando tanto las relaciones de Cataluña con el resto de España que puede generar heridas difíciles de restañar. La estrambótica propuesta del socialista Guillermo Fernández Vara de que Mas devuelva a Extremadura los 150.000 emigrantes que han hecho crecer a Cataluña es una muestra de la desafección que se está creando al otro lado del Ebro.

Mas no puede pretender que, ante su mensaje secesionista, basado en que España «expolia» a Cataluña, el resto de las regiones (sobre todo las que reciben los fondos de solidaridad) se le echen en brazos como muestra de cariño. Llama expoliadora a España y, al mismo tiempo, pide tener «una relación amable». Suena a broma.

Ese distanciamiento, fríamente calculado, se ha visto plasmado en la relación personal de Mas con el Rey Juan Carlos, que, coincidiendo con la eclosión independentista, ha pasado unos días en Barcelona. Aunque el incidente del Puerto de Barcelona, cuando dio la impresión de que el líder de CiU no quería aparecer en una foto oficial con el Jefe del Estado, fue más un problema de protocolo que una muestra de rechazo, lo evidente es que el trato entre ambos fue bastante frío, por no decir gélido.

Su saludo el martes en el Palacio de Pedralbes fue más o menos así. El Rey le extendió la mano a Mas: «Buenas tardes, president. Ya he visto que has convocado elecciones». A lo que el president de la Generalitat contestó con un cortante: «Sí».

Pujol, de cuyo nacionalismo nadie duda, siempre mantuvo una relación afable con el Rey. El artífice de CiU manejó la presión y el pacto con maestría. Sabía frenar antes de que llegara una curva cerrada, mientras que Mas está apretando el acelerador justo en el peor momento.

En efecto, ese enrarecimiento de las relaciones España-Cataluña, que temen sobre todo los empresarios catalanes con interés fuera de la comunidad autónoma, es uno de los riesgos de su apuesta soberanista. Otro de los peligros que corre es que no sepa, o no pueda, satisfacer las expectativas que está creando entre los propios ciudadanos de Cataluña.

Mas ha vendido a la sociedad civil catalana que la independencia supondrá una mejora de su nivel de vida, en la medida en que desaparecerá el «expolio» español.

Ese cuento de hadas no sólo no se corresponde con la realidad, sino que poner en marcha los mecanismos para alcanzarlo puede desembocar en una situación calamitosa y frustrante.

Hay un tercer riesgo que puede fracturar la propia convivencia en Cataluña. Mas ha cometido un error de libro al comprometerse a convocar un referéndum de autodeterminación sea o no autorizado por el Gobierno. Es decir, sea legal o ilegal.

Al colocarse por encima de la ley, Mas está incitando a sus propios ciudadanos a hacer lo propio. ¿Con qué legitimidad reclamaría el president a los ciudadanos de Cataluña que abonen el copago farmacéutico cuando la inmensa mayoría no acepta ese recorte en las prestaciones sanitarias?

Para poner en marcha el proceso secesionista, Mas recurre al mismo argumento que utilizó Pasqual Maragall para deslegitimar al Tribunal Constitucional que revisó el Estatut: nada está por encima de la «voluntad de los catalanes». Ni siquiera las leyes.

La apuesta independentista de Mas supone el mayor reto político para la España constitucional.

El Gobierno, por boca de la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, ha dicho claramente que responderá a ese pulso con «todos los instrumentos» legales a su alcance.

Un miembro del Gobierno añade: «Si se desobedece una decisión del TC prohibiendo la consulta, se envía a la Guardia Civil y punto».

Es un paso en la buena dirección. Pero no es suficiente.

Es la hora de la política. No hay que romper las vías de diálogo con Mas (¡cuidado con el victimismo!), pero, además, los dos grandes partidos deben actuar con visión de Estado.

PP y PSOE, con la legitimidad que les da la Constitución y el hecho de representar al 80% de los ciudadanos españoles (a más del 60% de los catalanes, según los resultados de las últimas elecciones generales), deberían ponerse de acuerdo para advertirle a Mas de los límites de su aventura.

La necesidad de ese pacto de Estado convierte aún en más preocupante la actitud del PSC, que en un asunto crucial quiere nadar y guardar la ropa, más preocupado por mantener su unidad como partido que por el futuro de Cataluña y de España.

Como muestra, la encuesta de Sigma Dos. La apuesta soberanista de Mas no le va a proporcionar su principal objetivo: lograr la mayoría absoluta en Cataluña. ¿Recuerdan lo que ocurrió con Ibarretxe en Euskadi?