CUANDO ARTUR TODAVÍA SE LLAMABA ARTURO

Artur nunca ha sido independentista». Eso me decía el martes, en el monasterio de las clarisas de Pedralbes -un monasterio gótico fundado por una reina- cierto ex alto cargo de Convergència de Catalunya, que siempre suele repetir que el actual presidente de la Generalitat de Cataluña es una persona que se tira vestido a una piscina y sale de ella seco, planchado y sin despeinarse... Entraba, pues, Artur Mas el martes en la iglesia del monasterio de Pedralbes junto al rey Juan Carlos, sonaba Händel y sólo sonreían varios príncipes eclesiásticos. Uno de los que sonreía más no era el cardenal Rouco Varela sino el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado del Vaticano y camarlengo, que unos minutos después recibiría el premio Conde de Barcelona. Un abismo separaba al rey y al presidente de la Generalitat.

Cuando era niño, Artur Mas Gavarró respondía familiarmente por algo que sonaba como Arturu, no Artur y firmaba sus cosas como Arturo. Fue, pues, en el año 2000 cuando decidió catalanizar su nombre. Es muy cierto que muchos ciudadanos catalanes decidieron catalanizar su nombre muchos años antes que el presidente de la Generalitat, pero esa tardanza creo que habla a favor de Mas. El periodismo barcelonés está lleno de colegas que creyeron que catalanizando su nombre tendrían la carrera asegurada, pero no fue así.

Creo que mucho más importante que la tardía catalanización de su nombre fue cierto accidente doméstico. Porque siendo niño, a sus cuatro años, una paella de arroz con el aceite hirviendo impactó contra su cabeza y su cara, en la que aún se descubren algunas huellas de aquel accidente. Ese es su primer recuerdo. Un recuerdo doloroso que le obligó a visitar el hospital y a permanecer varias semanas en cama. Artur Mas es, pues, un gato escaldado. Y eso sí que conviene no olvidarlo.

El presidente de la Generalitat tiene más hechuras de piloto aéreo que de economista. Y sí, uno se lo imagina vestido con uniforme de comandante de línea aérea, que hasta la llegada del low cost fue profesión de guapo, de gallo. Pero este hombre, a quien por sus hechuras físicas algunos quisieron comparar con otro guapo, el presidente Kennedy, para venderlo mejor, no creo que sea excesivamente amigo de los espejos.

Siempre con trajes de confección, no le gusta que le llamen guapo. La prueba es que, cuando se abrió un poco a su gran admiradora Pilar Rahola, le dijo que había una cosa en él que no podía cambiar: su cara. «Si tuviera un tic, pero no lo tengo». También le dijo que su físico no le ha ayudado en la política, pero sospecho que a Marta Ferrusola, la esposa del ex presidente Jordi Pujol, le debió de caer muy bien a la primera. Artur Mas es el hijo tenaz, ordenado, disciplinado, trabajador y pulcro que toda madre quisiera tener.

En la mirada de este hombre educado, a quien destrozan, literalmente hablando, las manchas inoportunas en la corbata, se advierte cierta lejanía autoimpuesta para que los aduladores no se le acerquen demasiado. Su sonrisa no es su mejor arma. Y es en sus esfuerzos para parecer normal, no el primero de la clase ni el más guapo, donde mejor se evidencia que teme ser tomado por lo que no es. Cuando Mas se abrió a Pilar Rahola, quizá no tenía ningún tic, pero ahora ya lo tiene. El pasado martes, cuando anunciaba en el Parlament de Cataluña su disolución y nuevas elecciones, cuando afirmaba que «los momentos extraordinarios exigen decisiones extraordinarias» no paraba de meter y sacar su mano izquierda del bolsillo izquierdo de su chaqueta. Quizá ese gesto nervioso, repetitivo, no sea propiamente un tic, pero sí es algo muy parecido.

Una imagen que Mas no ha olvidado es la de los talleres de la empresa de su padre, fundada por el abuelo Jeroni y dedicada a la construcción de ascensores y montacargas. Magomo se llamaba aquella empresa ubicada en Pueblo Nuevo, barrio industrial barcelonés. Pero aquel Pueblo Nuevo de las fábricas de gas y automóviles, los almacenes y los talleres con sus obreros y ruidos metalúrgicos, aquel barrio industrial con sus adoquines y sus gatos, que sobrevivían en instalaciones abandonadas y con los cristales de sus ventanas rotos, era ya entonces más una ausencia que una presencia.

EL PRIMER FRACASO

Fue en 1978 cuando los trabajadores de Magomo ocuparon durante tres meses los talleres, las naves de producción. Eran los tiempos de las grandes huelgas, de la desaparición de muchas empresas, de Marcelino Camacho poniendo de moda sus jerseis de lana, de Paco Ibáñez cantando que aún nos quedaba la palabra y de los grises apeándose de los Land Rover y dando leña a los trabajadores y estudiantes con sus largas porras... Cuando aquella mañana, un joven Mas acompañó a su nervioso padre a comprobar cómo habían quedado las instalaciones de la empresa familiar, después de meses de ocupación por parte de sus obreros, cuando llegó al lugar del crimen, observó que todo estaba revuelto, sucio, lleno de papeles, botellas vacías, trozos de pan y hojas de diario impregnadas de aceite, siempre el aceite.

En 1979, la empresa, que llegó a tener unos 300 trabajadores, se declaró en suspensión de pagos. Y en 1980 todo pareció acabar para el padre de Mas. Unos responsabilizan de aquel final a las multinacionales, que en la llamada Transición aterrizaron en España. Otros opinan que aquello fue el resultado del descontrol económico por parte de uno de los socios del padre de Mas y de la conflictividad laboral del momento, aquello que los sindicatos dieron en llamar «la crisis del metal».

En su libro Artur Mas, biografía de un delfín, la periodista Montserrat Novell cuenta que el final de Magomo provocó en Artur Mas Barnet, el padre, un resentimiento hacia los sindicatos y algunos partidos políticos. Resentimiento que también anidó en el hijo durante algún tiempo. La prueba es que, recordando en cierta ocasión aquellos episodios laborales y siendo ya conseller en cap, el actual presidente de la Generalitat dijo lo siguiente: «El concepto de clase social no me entusiasma, pero es evidente que existen espacios sociales. Yo pertenezco a una clase media catalana que nunca ha tenido problemas para vivir dignamente y que lo ha hecho siempre sin pretensiones ni ostentaciones. A mi abuelo y a mi padre siempre les preocupó más la calidad del producto que fabricaban que hacer dinero».

Aquella derrota empresarial del padre quizá explica que el hijo, en vez de unirse a las manifestaciones estudiantiles del momento y de colgar en las paredes de su habitación un cartel del Che o una reproducción del Guernica de Picasso, decidiera dedicarse sólo a sus estudios. La ausencia de pancartas y manifestaciones en la biografía del presidente de la Generalitat durante algún tiempo le creó una cierta mala conciencia, sin duda ya superada. Ahora, desde el pasado 11 de septiembre, ya tiene una manifestación propia. Una que parece haberlo cambiado todo. De momento. Quizá, pues, la lucha de Mas, su tenacidad, su afán de perfección siempre ha tenido muy presente la figura de su padre. Quizá nunca olvidó su rostro cuando ambos entraron en los talleres de Magomo tras meses de ocupación y se enfrentaron a la desolación.

Artur Mas tiene el mentón hundido y suficiente mandíbula para que algunos asocien la misma con la tenacidad o con el calvinismo. Durante un tiempo pareció intentar las lentillas, pero regresó muy pronto a las gafas. Lleva siempre las uñas muy cortas, es decir, que se las muerde y mientras recuerdo ese detalle, recuerdo también lo que me dijo en cierta ocasión: «A veces parece que lo que usted me pregunta sea cierto, es decir, que para conseguir algo has de convertirte en un problema, pero yo soy partidario de no premiar a aquellos que hacen más ruido. Un político siempre ha de tener presente a la mayoría silenciosa».

Este barcelonés de 56 años, licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales, que estudió en el Liceo Francés y en la elitista Aula Escuela Europea, es hijo de la industria catalana, porque si su padre, Artur Mas Barnet, tenía un fábrica de ascensores y montacargas en el barrio barcelonés de Pueblo Nuevo, la familia de su madre, Montserrat Gavarró, que nació en Reus, tenía una fábrica textil en Sabadell. Sobre Aula Escuela Europea, donde Artur Mas estudió desde sus 11 años hasta acabar el COU, alguno de sus mejores enemigos, es decir, alguno de los mejores ejemplares de convergente, suele decir que su fundador, Pere Ribera, lograba un tipo de alumno fácilmente reconocible. O sea, que de Aula Escuela Europea salían unos individuos listos y perseverantes, pero con graves problemas para expresar sus sentimientos. Es decir, Artur Mas.

El presidente de la Generalitat creció junto a dos hermanos y dos hermanas, una de las cuales falleció recientemente. Creció entre la Barcelona burguesa, el fútbol y la mar de Vilassar de Mar. Y entre los recuerdos de un bisabuelo, también llamado Artur, marino mercante, que al pie de una rueda de timón que posteriormente se convirtió en elemento propagandístico del bisnieto, escribió lo siguiente: «Cabeza fría, corazón caliente, puño firme y pies en el suelo». Atención a esa rueda de timón, a esa primera foto de su mandato, que quizá ya anunciaba lo que está a punto de suceder o ya ha sucedido. Quizá ahora, algún asesor de imagen recuerda aquella rueda de timón para justificar lo que está ocurriendo estos días en Cataluña.

Cuando uno ha tenido un bisabuelo marino que sabía contar y mejorar temporales, naufragios y bonanzas, un bisabuelo que viajaba de Vilassar de Mar a Cuba y traía de aquella isla ron, papagayos, maracas y frutas tropicales no tiene tanta necesidad de leer a Julio Verne o Emilio Salgari. Con un bisabuelo así, se entienden mejor esas habaneras, esas canciones que hablan de barcos, viajes, mujeres cubanas, palmeras, indianos y malecones. Esas canciones que, en Cataluña, son la banda sonora del verano, que es tiempo vacacional pero también tiempo para relacionarse y pensar en el futuro profesional.

Si renunció a su trabajo en la oficina de exportaciones del grupo Diplomat fue porque sus directivos decidieron trasladarse a Madrid y Artur Mas no quiso cambiar la capital de España por su novia. Una novia que picó el anzuelo porque el pretendiente le habló de la mar y la pesca, temas sin duda apasionantes. Helena Rakosnik, la novia que acabó siendo su mujer, era maestra e hija de una familia dedicada al negocio de los envases de cartón y al inmobiliario. También era escuchadora de ese judío errante, de ese metèque, de ese griego barbudo nacido en Alejandría que responde por Georges Moustaki. Una de sus canciones, En Mediterranée, trae buenos recuerdos al matrimonio: «Niños de ojos negros/ profetas de dioses/ hermosos veranos./ En el Mediterráneo»...

Helena, mujer que parece saber mandar, diseñadora de joyas y seguidora de la moda, es muy importante para su marido. Y Rakosnik, que suena a marcha militar, es un apellido checo. Porque fue de aquellas latitudes de donde llegó en su día a Elche un bisabuelo biólogo para estudiar los palmerales de la ciudad levantina. Helena, esposa enamorada de un esposo también enamorado, durante algún tiempo escribió su nombre sin hache para que no pensaran que era extranjera. Sólo un marido enamorado o un político populista presume públicamente de ser El rey del lavavajillas. Y Mas, padre de tres hijos, perfeccionista y trabajador, nunca había sido hasta ahora un político populista.

Llegó a la administración catalana sin carnet político, pero por vía paterna y de la mano de Francesc Sanuy, ex conseller de Comercio, Consumo y Turismo y persona amena que ahora, resentido, siempre habla mal de La Caixa y eso, en Cataluña, es siempre una gran temeridad... Determinados veranos, como ya habíamos anunciado, son tan o más importantes que un carnet político y la familia Mas y la familia Sanuy transcurrían las vacaciones en el mismo pueblo: Fornells, Menorca. Luego, Marta Ferrusola, mujer de Jordi Pujol y Lluís Prenafeta, secretario general de la Presidencia, se fijaron en Mas y ahí principió todo, un todo que no pienso detallar porque estos temas burocrático-políticos son un coñazo y no escribo para aburrir sino para intentar informar amenamente. Sólo pienso decir que Mas comenzó a trabajar en el COPCA, un consorcio de promoción comercial de Cataluña.

«¿NO ES DEMASIADO JOVEN?»

Con Francesc Sanuy, hombre de buen apetito y por eso muy celebrado en su día por los periodistas que viajaban con él, principió todo. El entonces presidente Jordi Pujol observaba a Artur Mas desde lejos, se interesaba por su edad y cuando le respondían que sólo tenía 29 años siempre preguntaba lo mismo: «¿No es demasiado joven?». De la Generalitat, a sus 32 años, pasó a ser concejal en el Ayuntamiento de Barcelona. Pero huyendo o temiendo, quizá, esa modorra que se apodera de diputados y concejales cuando se reúnen para hablar de lo que no interesa a nadie, decidió regresar a la empresa privada durante unas horas. Al principio ejerció, pues, a la vez de concejal y gerente. Y la empresa elegida fue Vilassar Internacional, sociedad de inversiones que formaba parte del grupo Tipel y cuyo presidente era Isidor, primo de Lluís Prenafeta, ese presunto lector de Maquiavelo, que toda España conoció cuando lo sacaban cada cinco minutos en los telediarios sujetándose el pantalón con las dos manos porque lo primero que hace la policía cuando te trinca es quitarte el cinturón. Estamos hablando, ya saben, del Caso Pretoria.

Tipel se dedicaba al negocio peletero y la misión de Mas fue la de diversificar las inversiones del grupo en los sectores inmobiliario, turístico y alimentario. Cuentan las crónicas que aquello, Tipel, donde también trabajaba uno de los hijos del entonces presidente Pujol, acabó muy mal, porque meterse en aventuras rusas o pakistaníes con sus estepas y sus fundamentalismos es siempre peligroso. Se declaró en suspensión de pagos cuando Artur Mas ya no trabajaba allí. «Aquello acabó siendo una aventura y puedo asegurarte que Mas nunca ha sido un aventurero». Eso me cuenta alguien que presume de conocerlo bien. Cuando algunos acusaron de aquel desastre empresarial (el segundo que le tocó vivir) a Mas, respondió que él nunca trabajó en Tipel sino en Vilassar Internacional. Según el president, él nunca tuvo nada que ver con las pieles. «A mí se me ha querido involucrar en Tipel por razones políticas muy interesadas, pero nunca me ocupé del negocio de las pieles. Y nunca se dice que muchas de las nóminas de Tipel se pagaron con la venta de activos de Vilassar Internacional».

A Lluís Prenafeta, uno de los mentores de Mas, vuelve a vérsele compartiendo mesa con algunos periodistas fieles o apóstoles prácticos en restaurantes céntricos. Creo que sigue impartiendo doctrina y que ahora ha introducido en el vino grandes dosis de resentimiento por aquello de la cárcel, los telediarios, el pantalón que se le caía, etcétera. Su muy baja estatura la compensa con una cabeza de hombre alto y una mirada voraz y retadora. Cuando Prenafeta estaba en la trena hablé con Artur Mas de él. «Me considero amigo suyo y cuando salga de la cárcel seguiré siendo amigo suyo».

Artur Mas es, sin duda, el Moisés catalán. El problema -para los catalanes- es que aún no ha hablado con Dios, pero sí es verdad que entiende mucho de desiertos. Mas conoció el desierto en el Ayuntamiento de Barcelona, cuando reinaba en el mismo el faraón Maragall, y también en el Parlament. Pero es que, además, el presidente de la Generalitat es un enamorado del desierto, del verdadero, del que suele enloquecer o fascinar a los ingleses aventureros. Por eso, cuando cumplió 50 años, su mujer le regaló un viaje al desierto, al sur de Marruecos. En cierta ocasión me dijo que había sido una gran experiencia, pero que no había escuchado en el desierto la voz de Dios.

El pasado 11-S hubo una gran manifestación en Barcelona. Y el martes, el presidente de la Generalitat, que a veces sueña -siempre santamente- con la actriz Michelle Pfeiffer, anunció la disolución del Parlament y nuevas elecciones. Ese día, dos horas después, en el claustro gótico del monasterio de Pedralbes, territorio de monjas clarisas, alguien me aseguró que el nuevo Moisés ya no escucha a nadie, que cabalga libre y que ha pasado del trote al galope. Luego, ese mismo personaje, ante el sepulcro de la reina Elisenda de Moncada, me dijo: «Tarradellas se entrevistó con Suárez, el encuentro fue mal, pero al salir dijo que todo había ido muy bien. Mas se entrevistó con Rajoy, la cosa fue mal y al salir dijo que el encuentro había ido mal. Recemos para que lo que resucitó Tarradellas no lo mate Mas».

Al abandonar el monasterio y antes de meterme en un taxi recordé lo que Artur Mas me dijo días antes de que fuera entronizado. «Salir bien de la política, como debe ser, es casi una proeza. Y, desde luego, yo aspiro a salir bien de la política».