La noche en blanco y negro

Mil millones de personas siguieron por televisión las primeras históricas pisadas de Armstrong sobre la superficie lunar

En el Kennedy Space Center de Cabo Cañaveral, hay un mural dedicado a cómo reflejaron periódicos de todo el mundo la llegada del hombre a la Luna al día siguiente. Lo más llamativo es que desde la India hasta el Reino Unido, desde Vancouver hasta Nueva York, en las portadas no había fotos. Apenas ilustraciones dibujadas a mano. Algunas, incluso grotescas. No había medios técnicos para enviar fotos con inmediatez desde la Luna. Las imágenes de televisión fueron una sucesión de horrorosos planos difusos, y no creo que en aquellos tiempos hubiera una sola redacción de prensa en el mundo con medios técnicos propios para grabarlas y pensar en extraer una foto. Las fotos fueron para segundas ediciones, horas después.

La hazaña de aquel hombre solo, posando su bota sobre el polvo lunar del Mar de la Tranquilidad, fue para toda la Humanidad la aventura de unos seres de otro planeta, un hecho imposible que todavía hoy se atreven a poner en duda algunos miles (o quizás millones) de personas, ofuscadas en el valor propagandístico de algo así durante aquella lejana Guerra Fría.

Pero en aquella España nuestra de 1969, la madrugada del 21 de julio todo era brutalmente real, increíblemente posible, estremecedoramente inspirador. El Aguila (el módulo lunar LEM) se había posado a las 16.17 hora del Este (las 22.17, hora española) del día 20. Las transmisiones indicaban que todo seguía los protocolos previstos y aún debían transcurrir seis interminables horas hasta que se abriera la escotilla y el primer hombre pusiera su pie sobre la Luna. Caía la noche. Así que en mi casa hicimos lo mismo que, creo, en millones de hogares españoles: echamos colchones al suelo en el salón, el cuarto en el que la televisión prevalecía como un tótem, para aguardar en media vigilia ese extraordinario momento. Mil millones de seres humanos, dijeron entonces, lo vimos en directo.

El recuerdo sería confuso, si no fueran imágenes que se han vuelto a ver tantas veces como uno ha querido. La vieja pantalla de blanco y negro mostraba la representación fantasmagórica de un hombre que se movía con lentitud y torpeza. La voz de Jesús Hermida tronaba en una locuacidad de colores que era difícil de seguir para un muchacho de 14 años, cuyo corazón retumbaba con muchísima más fuerza que todos los ecos y chasquidos de aquel modesto altavoz.

Y ahí estaba Neil Armstrong, casi cayéndose de la escalerilla en un medio traspiés apenas adivinado. No se hundió en el suelo… «¡Ha llegado, ha llegado…!». Y no sé si fue el grito mío, el de Hermida, o el de todo el barrio a una, cantando emocionado como ahora se vocean los goles, libres todos de la circunspección que entonces nos atenazaba.

En aquel momento no sabíamos entender lo asombrosamente frágil y elemental que era esa barquilla con la que tres hombres habían atravesado 400.000 kilómetros de frío espacio, ni la mayoría sabíamos que todo se había gestado en apenas siete años, desde el provocador discurso de un presidente Kennedy («Elegimos ir a la Luna en esta década, no porque sea fácil…», 12 de septiembre de 1962), cuyo asesinato algunos lloramos, sin saber muy bien por qué.

Confieso que aquella noche no escuché las mágicas palabras de Armstrong -ni las hubiera entendido- entrecortadas en el fragor de la estática. Quizás tampoco escuché entonces la traducción. Sólo era una noche de fortísimas emociones. Ya habría tiempo para devorar luego los detalles que contaban los diarios de tarde, Informaciones, Madrid, quizás Pueblo, con sus ediciones especiales, para transmitir una hazaña tecnológica imposible para aquellos tiempos.

Aún quedaba el paseo del segundo hombre, Aldrin. Y el regreso. El precario módulo lunar tenía que despegar de la Luna con sus propios cohetes, para reencontrarse en órbita con el módulo de servicio, donde Collins se moría de envidia. Todos ellos, y lo sabíamos y se nos ponía un nudo en la garganta, aún corrían grave riesgo de morir de verdad en el regreso…

Neil Armstrong fue el hombre elegido, porque tenía «lo que hay que tener» para llevar consigo a toda la Humanidad hacia otro mundo. Su primer paso fue pequeño, como todos los grandes saltos, siempre tan lentos y costosos. Él será el símbolo de la aventura espacial para siempre.

Obituario en página 21.