TESTIGO DIRECTO

Una madriguera en el desierto

Tropas españolas vigilan las obras de una carretera desde una base enterrada en el polvo

Un vehículo del Ejército español llega al campamento Bravo Papa, un refugio excavado en la tierra y protegido por sacos terreros. / MÒNICA BERNABÉ

Un soldado duerme en las literas de la base, ubicada bajo tierra en pleno desierto. / M.B.

«¡El que haya encendido una linterna de luz blanca, que la apague!», se oye decir por radio al teniente Flores, que avista toda la zona desde lo alto de una colina. Es noche cerrada y cualquier destello puede delatarles. De repente, una luz ilumina la ladera. Un montón de basura ha empezado a arder por una colilla, viene diciendo un soldado. «¡Lo que nos faltaba! ¡Nos crecen los enanos! ¡Pues apaga el fuego como sea, pero apágalo!», ordena el sargento primero Del Campo, que teme que el teniente Flores vuelva a meterles bronca.

Desde junio, las tropas españolas en Afganistán vigilan las obras de mejora que se realizan en la denominada Ruta de la Luz, que podría llamarse perfectamente la Ruta de la Oscuridad, porque allí no se ve nada de noche. Los militares se mueven con mortecinas luces de color rojo, difíciles de ver a distancia, y hacen guardia con aparatos de visión nocturna en un campamento provisional que han establecido al pie de la carretera. Es la Bravo Papa, como dicen ellos. Es decir, una base de patrullas. La Ruta de la Luz transcurre en pleno territorio talibán, entre las localidades de Sang Atesh y Bala Murghab, en la provincia de Badghis, y los obreros no podrían trabajar si las tropas españolas no patrullaran por la zona.

El campamento es una sucesión de grandes agujeros excavados en la tierra, como madrigueras, con sacos terreros y red mimética, donde los militares se refugian para dormir, camuflados con el entorno. En la base no hay nada más, ni tampoco tiene mucho sentido que lo haya. El campamento se desmantelará y se trasladará varios kilómetros más al norte cuando las obras de la carretera progresen, aunque de momento han avanzado poco. Muy poco. Los trabajadores afganos se han mantenido de brazos cruzados durante el mes de ayuno del Ramadán.

En la Bravo Papa pega un sol criminal durante el día y el terreno es puro desierto. Hay polvo por todas partes. La comida son raciones militares en lata, y la letrina, un taburete de madera con un agujero en medio donde los soldados colocan una bolsa de plástico para defecar. «Podría ser peor», contestan los militares resignados cuando se les pregunta sobre las condiciones de vida. Van sucios y sudados. Cada semana pasan en el campamento dos días y dos noches, por turnos. A veces más. 48 horas en las que deben estar en alerta total.

«Eso es el ejército afgano, que está haciendo un cambio de guardia», dice con indiferencia el sargento primero Del Campo cuando se oye un tiro en la lejanía. Los soldados afganos están situados en dos colinas cercanas al campamento, dos puestos de observación en los que antes también había tropas españolas destinadas. «Les transferimos los puestos hace una semana, pero no sé qué es peor. Un día nos van a pegar un tiro», se queja el teniente Flores, que explica que los soldados afganos son un poco desastrosos y a menudo disparan sin ton ni son a cualquier parte.

«Vamos, arriba, que hay que ir a patrullar». El sargento primero Del Campo, que ha estado haciendo guardia parte de la noche, despierta a dos de sus hombres que duermen al aire libre metidos en un saco, con el uniforme y las botas puestas, al lado de una ametralladora. La jornada empieza en cuanto despunta el día, a las cinco y media de la mañana.

«Ahí va Raulito con las cabras», comenta Del Campo señalando a un niño afgano que los militares españoles han bautizado de esa manera y que a esa hora ya pastorea por una ladera con el rebaño. «No me gusta nada que se pasee por esa colina porque desde ahí puede ver la base. Dile que se vaya», ordena el teniente Flores, que no las tiene todas consigo. Según cuenta, cualquiera puede ser un informante de los talibán. «Los pastores no tienen kalashnikovs, pero sí teléfono móvil. Nunca sabes a quién pueden estar llamando y qué pueden estar explicando», asegura.

Los tropas españolas deben garantizar la seguridad de los obreros que trabajan en la carretera entre las localidades de Sang Atesh y Mangan. En total, un tramo de 35 kilómetros de los que 14 ya se han arreglado a medias. Ahora faltan 21 más. A partir de Mangan y hasta Bala Murghab, donde finalizan las obras, las tropas italianas debían tomarles el relevo, pero al final no será así porque ya han iniciado el repliegue. Los italianos se van de Badghis.

«Al menos ya hemos conseguido repeler a los talibán y que la gente pueda circular por aquí», dice el teniente Flores cuando se le plantea que tal vez los trabajadores no puedan acabar las obras por falta de seguridad, con lo que Badghis seguiría siendo lo que es: una provincia casi intransitable y extremadamente pobre. «Si no sirve para algo, se me cae el alma a los pies, después de todo el esfuerzo y las vidas que España ha perdido en Afganistán», concluye.